Los censores de historias
"Todos tenían historias. Pero no eran relatos breves. No deberían haber sido relatos breves. Cada uno debería haber sido una novela, una novela profunda, preciosa, de ochocientas páginas o más. Y no sólo las vidas de las víctimas, sino también las vidas en las que repercutieron, las redes de amistad, intimidad y parentesco que les vincularon a aquellos a los que querían y que les querían, aquellos a los que conocían y que les conocían. Qué enorme complejidad. Qué riqueza. ¿Qué había ocurrido? Un simple acontecimiento. El tráfico de la historia y la política había sufrido un embotellamiento. Un individuo o varios habían decidido que era necesario reaccionar. Habían acortado unas cuantas historias. Les habían puesto fin. Habían tomado una decisión editorial llenos de confianza. Había resultado fácil. Las siguientes páginas son ligeras a causa de su pérdida. El texto es menos denso, la ciudad es más pequeña".No es un error informático. El duende del ordenador no me ha jugado una mala pasada: como los espíritus y fantasmas de las tierras altas escocesas, estos duendes prefieren habitar salones más glamurosos y no se dignan a bajarse hasta mi humilde escritorio. El entrecomillado indica que el texto no es mío. Pertenece a la novela Eureka Street, de Robert McLiam Wilson. Recurrir a las palabras de otro para expresar los sentimientos propios es, lo reconozco, una muestra de impotencia personal, pero, sencillamente, hoy no tengo palabras nuevas con las que plasmar sobre el papel el viejo regusto amargo que la muerte viene dejando en mi boca desde hace tantos años.
Podría repetirme a mí mismo; podría recuperar palabras propias anteriormente usadas intentando, tal vez con un pequeño retoque, reciclarlas para ver si de esta manera pueden contener alguna idea nueva. Podría, pero no puedo. Tal vez porque atravieso un momento de salud especialmente bajo; acaso porque un estúpido accidente de tráfico ha segado la vida de un joven de mi pueblo, que nunca más podrá hacer cu-cús a mi hija para ésta responda, según el día, ocultando su cara como si sintiera vergüenza o lanzándole musutxos; la cuestión es que hoy no soy capaz de expresar todo el dolor que siento y he de tomar prestadas las palabras de otro.
El sábado una ciudad grande se quedó pequeña por una explosión de vida. Ayer fue una explosión de muerte la que empequeñeció otra ciudad. Máximo Casado, leonés afincado en Gasteiz, 44 años, casado, una hija y un hijo, funcionario en la prisión de Nanclares, vinculado a Comisiones Obreras. Son todos los datos que he podido reunir en las primeras horas tras el atentado. No es fácil que lleguemos a saber muchas más cosas, a pesar de que esta última víctima, como todas las anteriores, tenía una larga historia, suficiente para componer una novela profunda y preciosa. Una historia reticular, una historia que se entrecruzaba con otras historias y con otras vidas, como en un guión de Altman. Y alguien decidió ponerle fin. ¿Qué buscaba?
"Las víctimas son casi fortuitas, son completamente oscuras. Nadie está interesado en ellas. Desde luego quienes han puesto la bomba no lo están. Somos los demás los que importamos. Tales acontecimientos contienen un mensaje. Las acciones no son fines en sí mismas. Son demostra-ciones. Mira lo que podemos hacer, dicen. Mira lo que podemos hacerte". Sólo cabe esperar, porque hay razones para la esperanza, que este brutal cierre de la historia fracase.
"La ciudad y los ciudadanos sabían que se suponía que aquel acto había sido cometido en su nombre. Alguien se había arrogado atribuciones. Mientras luchaban, trabaja-ban o pasaban ociosamente las últimas horas de la tarde, casi todos los ciudadanos eran conscientes de que no se había hecho ninguna votación ni se había presentado ninguna propuesta. Casi todos los ciudadanos pensaban en su fuero interno: Nadie me ha preguntado. Era una unanimidad silenciosa, pero total. Era un rechazo silencioso, pero total". Un rechazo unánime y total para que la historia, cada historia, pueda continuar.
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