La parábola del plagio
Ha sido la comidilla de esta semana y lo que te rondaré morena: popular presentadora de televisión española convertida en escritora de éxito, Ana Rosa Quintana es descubierta plagiando descaradamente, por el momento, a dos escritoras extranjeras tan conocidas como de desigual calidad, Danielle Steel y Ángeles Mastretta. La presentadora, que había disfrazado su novela rosa como una denuncia sobre el maltrato a las mujeres, se disculpa atribuyendo a un "error informático" los párrafos copiados. Se atribuye a un negro -hay que ver los bemoles del racismo literario- contratado por la presentadora la autoría del plagio. La editorial retira del mercado la novela, que había vendido 100.000 ejemplares y había sido presentada por la esposa del jefe del Gobierno. De esta forma la novela -las cosas son así- duplica su valor en el museo universal del fraude. La historia sigue... en manos de abogados y con mucha trastienda. Dios dispondrá, pero la presentadora, impertérrita, da la cara, cada tarde, en su sensacional show superrosa. Como si nada.Sensacional. El guión, sacado de la vida misma, del meollo del glamour aznariano madrileño, es una magnífica parábola de la ética y la estética de la España que va fantásticamente bien, donde las supermujeres triunfan y el personal, maravillado, corea entusiasmado proporcionando dividendos contantes y sonantes. Se ha producido, en este caso, el milagro de que lo popular y lo literario, con perdón, se junten para mostrarnos cómo funcionan aquí las cosas del prestigio y de la fama. Para resumir mucho: escribir un libro parece ser una necesidad de prestigio social en la corte madrileña, y todo el mundo quiere tener su libro para ser alguien. Firmar un libro es, pues, un símbolo, como vestir de Armani o asistir al Liceo o al Real. ¿Albricias? ¿Por fin se demuestra lo imprescindible que es la cultura? ¿Vamos hacia un país cada vez más culto?
Sería maravilloso que así fuera, pero da la impresión de que lo que sucede es un déjà vu en la espléndida tradición hispana de la picaresca común. No es la primera vez que alguien se apropia de palabras y de ideas ajenas para lucimiento personal. Ni será tampoco la última vez que esto suceda. Pero si el plagio de Ana Rosa Quintana será una anécdota en el mundo cultural, acaso deba ser recordado como una referencia de la moral imperante en un país donde el listillo, el rápido y el jeta son dioses de la popularidad mediática, convertidos, por tanto, en modelos de conducta y héroes contemporáneos.
La moral del plagiario es antigua y moderna a la vez. Es la moral de quien no renuncia a nada porque se apropia de todo lo que le interesa, la del que enciende una vela a Dios y otra al diablo, la del que repica y está en misa al mismo tiempo. Es la moral del listillo, del aprovechao, del triunfador y del rápido. El rápido, según Jacques Attali (en su nuevo libro Una nueva utopía), es uno de los prototipos de individuo del futuro: consigue el éxito a través del camino más corto. La moral del plagiario es la misma que mueve al que se cuela en la fila del cine o de la carretera, o al que dice querer una ciudad cívica pero apoya la especulación, o la que motiva a quien defiende el nacionalismo identitario y apoya el centralismo, o la que exhibe el que corre tras el dinero fácil. El plagiario es tan flexible que no tiene ideas propias y utiliza las de todos: ¿a cuántos políticos e intelectuales podríamos tranquilamente señalar?
No hay que tirar, pues, piedras a Ana Rosa, que sólo es una más en la gran ola de una ultramodernidad en la que el superplagio lo llevan a cabo las superindustrias de la vida que patentan plantas como el azafrán y luego nos lo venden en pastillas o que quieren patentar nuestros genes para luego hacernos pagar por ellos. El plagio de Ana Rosa es tan sólo una parábola, excelente y ajustada del mundo feliz que nos rodea. Aquí. Ahora. Ya.
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