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Furor liceístico JOSEP M. MUÑOZ

El historiador Eric Hobsbawm ejerció durante un tiempo, a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, como crítico de jazz en la revista británica The New Statesman. En 1959 publicó, con el seudónimo de Francis Newton, un libro sobre este fenómeno musical -libro que fue reeditado hace unos años con el mismo título, The jazz scene, pero ya con su nombre real-. En el prólogo a esa nueva edición, Hobsbawm señalaba con preocupación un hecho: en su opinión, el jazz se había vuelto, en este fin de siglo, una música clásica más. Es decir, se había convertido en un legado musical aceptado por todos, consistente en un repertorio de estilos la mayoría de ellos desaparecidos, tocado a menudo por músicos blancos para un público blanco acomodado, con el consiguiente peligro de fosilización. Hobsbawm, que sigue el jazz desde hace casi 70 años (nació en 1917), teme que los años dorados del jazz se limiten a las décadas inmediatamente anterior y posterior a la II Guerra Mundial. Puede objetarse que Hobsbawm no ha sabido evolucionar con los nuevos estilos del jazz, pero ello no invalida el interés de su reflexión: ¿hay un arte para cada época? ¿Hay géneros que nacen y que mueren históricamente? Y si es así, ¿qué tratamiento damos a los clásicos (o sea, a los muertos)?Algo similar parece haber ocurrido con la ópera, que para algunos murió a fines del siglo pasado con Wagner y Verdi, al menos como fenómeno musical popular. Podemos alegar, es verdad, que el siglo XX ha dado grandes compositores de ópera, empezando por Richard Strauss, continuando con Alban Berg y Leos Janacek, hasta llegar a Benjamin Britten o a Luigi Nono. Pero se trata ya, indiscutiblemente, de óperas cultas, incapaces de conectar con un público amplio y apasionado como el que constituían, por ejemplo, los wagnerianos. Éste, el del alejamiento del público, parece ser un rasgo común al conjunto de la música culta contemporánea. Hace unos meses, este mismo periódico realizó, en su suplemento cultural de los sábados, una encuesta para determinar cuáles eran, en opinión de los expertos consultados, las 10 grandes obras musicales del siglo XX. La suma de las respuestas aportaba un dato muy preocupante: de las 10 seleccionadas (encabezadas por los cuartetos de cuerda de Béla Bartók), sólo una era posterior, y por poco, a la II Guerra Mundial. ¿Eso es bueno o malo? ¿Debemos aceptar que la época de la posmodernidad sólo ha dado el pop-rock, pero que en el fondo eso ya está bien porque ha contribuido a desdibujar las otrora (supuestamente) rígidas fronteras entre la música popular y la culta?

En cualquier caso, subsiste la cuestión de cómo debe afrontarse la renovación de géneros como la ópera, más allá de un repertorio más o menos actualizado mediante nuevos montajes. Viene a cuento esta reflexión a propósito del estreno mundial, hace unas semanas en el Liceo, de la ópera D.Q. (Don Quijote en Barcelona), ideada por La Fura dels Baus y presentada como una muestra "revolucionaria" de lo que va a ser la "ópera del siglo XXI". Una apreciación con la que la crítica ha distado mucho de coincidir. Por lo visto y por lo leído, parece que puede aplicarse a D.Q. aquel incuestionable dictum del mundo del cine que dice que se puede llegar a hacer una mala película con un buen guión, pero lo que no se puede hacer es una buena película con un mal guión. Y La Fura tenía entre las manos no sólo un mal guión, sino unas ideas muy endebles, casi inexistentes, sobre las que construir su artefacto. Es el riesgo que se asume cuando la primacía se otorga casi exclusivamente a la imagen. En ocasiones, incluso, a cualquier imagen: ¿qué significa ese Franco triunfante apareciendo en las imágenes de vídeo en la escena del vendaval? Cuando se prescinde de la palabra, la imagen puede volverse peligrosamente ambigua.

La Fura no ha conseguido lo que se proponía: no sólo no ha convencido, sino que ni siquiera ha escandalizado a nadie. No ha tenido en cuenta que sólo las ideas son subversivas. Y que lo demás es literatura -y, en este caso, mala literatura-. Se ha insistido en que, a pesar de ello, el Liceo no debe desistir en el propósito de incorporar a los creadores contemporáneos. La apuesta de nuestro teatro por La Fura fue, en efecto, coherente: que ésta no estuviera a la altura del embite no debe empañar lo acertado del encargo. Pero en el futuro no se debería olvidar que una buena programación no es cuestión de recursos, sino de ideas.

Josep M. Muñoz es historiador.

Jose Maria Tejederas Chacon

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