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Un Pacto de Estado para la Justicia

Al llegar la democracia, y por decirlo en tres palabras, la Justicia española era débil, pobre y vieja. Y además funcionaba con exasperante y endémica lentitud. La Justicia era débil pues el franquismo la había reducido a la mínima expresión, encomendando los asuntos de mayor relevancia política o social a tribunales especiales bajo su control. Era pobre porque año a año el porcentaje correspondiente a Justicia sobre los Presupuestos Generales del Estado había ido disminuyendo, dando lugar a una gradual y profunda descapitalización. Y estaba envejecida en un doble sentido: en sus medios e instrumentos (la legislación procesal había quedado obsoleta, y ¡qué decir de las instituciones físicas, de esos destartalados y disfuncionales edificios sarcásticamente etiquetados como "Palacios de Justicia"!) y en sus efectivos personales (a la altura de 1975 ni más ni menos que el 86% de los jueces españoles tenía más de 40 años, en flagrante desajuste con lo que era en ese momento la dinámica demográfica en nuestro país). Y no podía ser sino exasperantemente lenta: en esas condiciones hubiera sido simplemente milagroso un funcionamiento medianamente eficaz. En tal estado, la Justicia española, marginal y marginada y con una imagen pública que fluctuaba entre el desconocimiento y el rechazo, distaba mucho de estar a la altura de las nuevas y decisivas funciones que en el nuevo régimen democrático le correspondían.Pudo haberse optado entonces por una política radical de borrón y cuenta nueva, de construcción ex novo de un sistema de justicia plenamente acorde con la recuperada democracia y además diseñado para funcionar más ágilmente. Los sucesivos gobiernos democráticos prefirieron en cambio recurrir a una política "conservacionista", es decir de restauración y remodelación de lo existente, procurando su adaptación a la nueva realidad política y social. Esta opción por una rehabilitación de urgencia se concretó, en esencia, y por decirlo rápidamente, en la eliminación de la anterior fronda de jurisdicciones especiales devolviendo así a la Justicia toda su potencial fortaleza; en la creación del Consejo General del Poder Judicial, que hizo posible a la vez el autogobiemo y la independencia de la Justicia; y en un importante esfuerzo presupuestario que permitó dotarla de más y mejores medios y aumentar sustancialmente sus efectivos personales (lo que de paso dio lugar a su profundo rejuvenecimiento: en la actualidad, sólo el 46% de los jueces tiene más de 40 años, con la novedad añadida de que ahora algo más de la tercera parte del total son mujeres). En suma, se ha realizado un importante esfuerzo por configurar una Justicia democrática, fuerte, actualizada e independiente. Y cabe concluir que con razonable éxito, ya que la imagen de nuestra Justicia ha experimentado importantes mejorías. Hasta ahí las cosas salieron razonablemente bien. Los datos de opinión disponibles indican, en efecto, la existencia en nuestra sociedad en el momento actual de una valoración de conjunto sustancialmente positiva respecto del grado de honestidad, imparcialidad, independencia, competencia y profesionalidad de nuestros tribunales de Justicia. De hecho, siete de cada diez españoles llegan incluso a afirmar que con todos sus posibles defectos nuestra actual Administración de Justicia constituye la garantía última para la defensa de la democracia y las libertades. Lo cual, bien mirado, y especialmente si consideramos la situación de partida encontrada hace apenas un cuarto de siglo, no está nada mal. La Justicia presenta ya otra cara, al menos según la estimación de la ciudadanía (por supuesto, no estoy diciendo que la Justicia sea considerada hoy en nuestro país como inmejorablemente imparcial, independiente o competente: estas etiquetas corresponden a dimensiones infinitas, es decir, a ideales de perfección inalcanzables y de los que sólo cabe estar más o menos cerca, o lejos. Y lo que los datos de opinión disponibles indican es, sencillamente, que en opinión de los españoles la Justicia en nuestro país puntúa ya razonablemente bien en dichas tres dimensiones básicas).

En cambio nuestra Justicia recibe un rotundo y cada vez más intenso suspenso en cuanto a su funcionamiento y más concretamente, en cuanto a su lentitud. La opinión prácticamente unánime (la expresan nueve de cada diez españoles) es que en nuestros tribunales son tan lentos que siempre que se pueda vale más evitar acudir a ellos: es decir, la morosidad funcional que se percibe es tal que lleva a hacer preferible la renuncia a un derecho tan básico como el de la tutela judicial efectiva. Por otra parte, y según un estudio reciente, la opinión casi unánime de los empresarios españoles (la expresa el 82%) es que la mejora de la rapidez y eficacia de la Justicia es una medida prioritaria para contribuir a mejorar la competitividad de nuestra economía, fuertemente lastrada por la premiosidad de aquélla.

Podrá argumentarse que, desde una perspectiva más matizada, este diagnóstico sobre la lentitud de nuestros tribunales es excesivo y que la realidad es más compleja. Sin duda hay áreas (laboral, familia) o niveles (los juzgados, en conjunto, frente a los órganos colegiados) que tienen hoy un funcionamiento razonablemente diligente. Pero la impresión global, de conjunto, que transmite nuestra Justicia es la de un funcionamiento a cámara lenta.

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Por supuesto, en estos dos decenios últimos se han adoptado distintas medidas para tratar de agilizar la impartición de Justicia. Pero se ha tratado de reformas parciales, puntuales, desconectadas entre sí, a modo de remiendo o apagafuegos de urgencia siempre a la espera de una mítica "gran reforma" que algún día habría de venir. Lo cierto es que nuestra trama jurisdiccional, parcheada hasta la caricatura, no está ya para más retoques. El modelo vigente se ha agotado y no puede dar más de sí. Lo que procede ahora es, pura y simplemente, la puesta en pie, de una vez, de un esquema de funcionamiento de la maquinaria de la Justicia de nuevo cuño, plenamente acorde con las prescripciones constitucionales en cuanto a agilidad, accesibilidad y efectividad, para así hacer posible de forma real la tutela judicial.

Las causas del lento funcionamiento de nuestra Justicia son sin duda múltiples, pero hay cuatro que tienen un especial protagonismo. Por un lado, la existencia de una ingente bolsa de asuntos pendientes que hace que la labor cotidiana de nuestros jueces se asemeje, en lo absurdo, a la de Sísifo: por mucho que trabajen siempre queda otro tanto por hacer. Porque lo cierto, contra lo que a veces se dice, es que en la actualidad nuestros tribunales logran solventar cada año un importante número de asuntos, similar en volumen al de nuevos casos que ingresan (algo que, en otras circunstancias, habría de permitirles estar sustancialmente "al día"). Esta bolsa de pendencia requiere un plan de choque que la elimine y, al tiempo, impida su reproducción. En segundo lugar, la ausencia de una reforma procesal unitaria y global que haga posible un funcionamiento de los distintos tribunales más simple y homogéneo. En tercer lugar, la existencia de un esquema jurisdiccional obsoleto que, por la cúspide, genera una sobrecarga innecesaria del Tribunal Supremo (al que llegan asuntos que no merecerían ocupar la atención del alto tribunal, distraído así de la que es en esencia su función específica: sentar jurisprudencia) y por la base, y sobre todo en el ámbito penal, resulta disfuncional (con la persistencia del juez de instrucción y la correlativa confusa configuración del Ministerio Público). Y por último, una configuración del órgano de gobierno de la Justicia, es decir, del Consejo General del Poder Judicial, cuyas carencias y deficiencias han quedado claramente a la luz tras veinte años ya de vida de la institución. Por un lado al tener que renovarse al cien por cien, el Consejo se ve condenado a ser la única institución del Estado sin memoria histórica, obligada a reinventarse cada cinco años y con la consiguiente dinámica espasmódica; por otro lado, sus facultades disciplinarias sobre la Justicia no están adecuadamente potenciadas y requieren un blindaje que las ponga a cubierto de tentaciones auto-protectivas de corte corporativista. Y ésta es sólo una lista corta, a modo de muestrario selectivo, de los factores que están detrás del mal funcionamiento de la Justicia y a los que urge buscar remedio definitivo.

A comienzos de este verano, y apenas tomada posesión de su cargo, el nuevo ministro de Justicia remitió al Parlamento un paquete urgente y provisional de medidas para agilizar la Justicia tras dejar claro que en su gestión tendrá prioridad el examen a fondo del problema de la lentitud. Un buen síntoma. Y a finales del pasado mes de julio, el Consejo del Poder Judicial, ahora ya en el tramo final de su gestión, ha aprobado unas Propuestas para la Reforma de la Justicia cuyo humilde título esconde en realidad un esquema ambicioso e innovador de reorganización a fondo de nuestra Justicia con vistas a incrementar definitivamente su efectividad. Un segundo síntoma esperanzador. Sencillamente, por primera vez en más de dos decenios los dos motores básicos para la reforma de la Justicia, Ministerio y Consejo, han dado simultáneamente muestras de un similar nivel de preocupación y de interés por encontrar soluciones duraderas, y no meros parches transitorios, a un mismo problema. Tan propicia e insólita conjunción de astros no debe ser desaprovechada y quizá permita lo que hasta ahora, por desgracia, se ha mostrado imposible: la convocatoria de un gran Pacto de Estado sobre el funcionamiento de la Justicia al modo y estilo de los grandes acuerdos nacionales que permitieron enderezar en su momento la economía o garantizar el sistema de pensiones. Porque lo cierto es que el actual estado de cosas no puede persistir. El actual esquema jurisdiccional no da para más y de persistir la actual lentitud de nuestra Justicia, de efectos tan corrosivos de cara a la evaluación ciudadana de la misma, se terminará desmoronando, quizá irremediablemente, la buena imagen de conjunto tan laboriosamente alcanzada. No hay institución, por sólidamente arraigada que esté en la conciencia colectiva o por buena que sea su imagen social, que no acabe en el limbo de lo socialmente irrelevante si de forma sistemática y prolongada su funcionamiento es considerado inadecuado o deficiente. Y ése es el enorme riesgo que acecha a nuestra Justicia en esta hora: que el cuerpo social termine por concluir que da lo mismo que ahora sea aceptablemente fuerte, democrática e independiente puesto que su persistente lentitud la hace igualmente inútil.

José Juan Toharia es catedrático de Sociología del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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