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La doctrina Zapatero

El mes pasado, Rodríguez Zapatero afirmó, famosamente ya, que "bajar los impuestos es de izquierdas". Esta aseveración fue destacada en un titular del periódico que ahora mismo están leyendo ustedes, para tribulación y desconcierto de mucho socialista histórico. Devuelta a su contexto, la afirmación sonaba más suave. La tesis de Zapatero se componía de dos subtesis, claramente articuladas entre sí. Uno: el sistema impositivo actual penaliza a muchos contribuyentes que no son ni ricos por su casa, ni representantes eximios de las oligarquías económicas. Dos: urge reconducir la fiscalidad hacia las bolsas de dinero que por ineficacia, falta de medios o lo que fuere, no están rindiendo al erario público lo que exige la ley.Esto, digo, suena más suave. Pero continúa sonando a que ha concluido la época de las alegrías, y no de paso sino definitivamente. ¿Bueno o malo? Probablemente, inevitable, lo que desde el punto de vista de la política no es un detalle para tomarlo a broma. No quiero, sin embargo, meterme en consideraciones prácticas. Como no soy político ni, si me apuran, analista político tan siquiera, haré una cosa menos arriesgada y menos difícil: explorar los orígenes inmediatos de la doctrina Zapatero. Remataré luego la excursión con unas reflexiones de índole más personal y también más teórica.

La posición del secretario general de los socialistas no debería haber sorprendido a quienes siguieron el movimiento de opinión en Alemania durante los meses anteriores a la deriva liberalizadora de Schröder. Medios afectos a la socialdemocracia divulgaron, esencialmente, este recado: no discutimos las bases morales de una política redistributiva. Lo que nos importa discutir, es dónde va a parar, de verdad, el dinero de los contribuyentes. Se publicaron datos, y se sostuvo que el sistema de reparto heredado beneficiaba en esencia a las clases medias, a costa de los intereses y derechos de las propias clases medias. O hablando con mayor exactitud: a costa de aquellos infelices a quienes había tocado bailar con la más fea en el rigodón trenzado por una legislación fiscal caótica, prolija, y arbitraria. A ello se añadía el carácter ineficiente, en términos técnicos, del sistema imperante.

Concedemos de barato que estas premisas son correctas. A partir de ellas, se abren dos planes de acción posibles: o combatir las deficiencias del riego corrigiendo a la baja el montaje hidráulico, o reiventar la burocracia y el Estado. Los alemanes, según es notorio, se han puesto a andar en la dirección que señala el plan de acción número uno. No sabemos si el viaje será corto o será largo, o si les acompañarán las fuerzas cuando llegue una cuesta un poco pina o empiece a apretar el sol. Pero vale la pena atender al tan-tan que hacen sus bordones al golpear las guijas del camino. Un experto en alfabeto morse, transcribiría el siguiente mensaje: reducir lo que tenemos ahora, no sería reducir por fuerza la justicia social. Equivaldría, más bien, a reorientar los recursos hacia las necesidades auténticas de los ciudadanos. Pongámonos, pues, del lado de los ciudadanos. Si nos acusan de que hemos dejado de ser de izquierdas, contestaremos que nuestras preocupaciones, nuestros fines, nuestros desvelos, siguen inspirados por el deseo de mejorar la suerte del menesteroso. No pensamos en el mercado como una máquina para alojar los recursos conforme a la voluntad discrecionalísima del consumidor. Ésta es una historia liberal y, por lo mismo, no es nuestra historia. Para nosotros el mercado es un máquina productora de bienestar, y estamos dispuestos a alimentarla mientras no entre en colisión con intereses auténticamente socialistas. Y cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

El argumento es viejo, pero no es malo. ¿Qué cabe replicar desde la orilla del socialismo ortodoxo?

En mi opinión, la reivindicación desnuda del Estado no puede infligir un daño serio a los que están en la cuerda de Zapatero -o Schröder-. ¿Por qué? Porque lo que afirman estos últimos, no es que la redistribución generosísima esté mal en principio, sino que funciona mal de hecho. A la tesis por tanto de que habría que hacer lo que fuere menester para que la redistribución funcione como es debido, responderán: "Estupendo. Explíquenme el qué, con sus pelos y señales". Si a la exhortación sucede un silencio embarazoso, o una propuesta poco verosímil o desacreditada por experiencias anteriores, lo normal es que los socialistas de última hornada cierren la discusión observando: "Demos la voz a los votantes". Y no da la sensación de que los votantes quieran reinventar el Estado. Lo que quieren, es vivir mejor, en la medida de lo posible y sostenible. A esta constatación prosaica, se le ha venido llamando de un tiempo a esta parte "política de centro". La política de centro es una política que tiene en cuenta la realidad consumada, así económica como democrática. A la luz de todo lo visto, no se me antoja la peor opción. Y ya está. No tengo nada que añadir sobre el lacónico Zapatero.

Sí me permitiré, según anuncié antes, una apostilla personal. No es infrecuente que los socialdemócratas españoles con afición al pensamiento político se coloquen, para la cuestión que estamos debatiendo y para cualquier otra que se tercie, bajo la advocación de Rawls. Recojamos el guante, y pongámonos a pensar también nosotros en términos rawlsianos. Rawls ha hecho llegar a la conciencia socialdemócrata dos melodías completamente distintas. De un lado, Rawls tolera el aumento de la desigualdad, si éste redunda en beneficio de todos. Del otro, Rawls no entiende que el derecho de propiedad sea un derecho definitivo: en este segundo sentido, está abierto a una experimentación social sin límites, con Esparta -o lo que fuere- en uno de los extremos. Los rawlsianos están persuadidos de que las dos melodías son el desarrollo de una misma idea musical, y a lo mejor llevan razón. Pero nosotros somos melómanos superficiales, e insistimos en oír dos melodías y no una. Bien: ¿cómo deja esto a Zapatero?

La pregunta es graciosa porque es graciosa. Pero sobre todo es graciosa porque es instructiva. Tengo para mí que Rawls, llegada la hora de apretarse los machos, sería más bien zapaterista. Ello, sin embargo, no impide que Esparta siga siendo un refugio teóricamente defendible para el socialista irrenuente. La cuestión, la gran cuestión, es a quién se cede la oportunidad de fundar Esparta. Pocos negarán que, en un régimen democrático, el candidato razonable es otra vez el votante. Y entonces volvemos al centro y, por lo mismo, nos alejamos de la rigurosa Esparta. Quizá resulte decepcionante, pero es así. Si a alguien se le ocurre cómo cuadrar el círculo, que levante la mano y recite la fórmula.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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