Flujos
En estos momentos no menos de 50.000 millones de aves están viajando. El flujo mana desde latitudes septentrionales y medias de los continentes del hemisferio Norte. Por rutas casi invisibles, una marejada de cuerpos calientes se arrumba hacia los países con inviernos suaves o descaradamente tropicales y ecuatoriales.Pocos fenómenos naturales resultan más vastos y complejos. Aunque ya no nos guste mirar al cielo, y raramente seamos capaces de percatarnos, los aires, tanto de día como sin luz, están cuajados de un leve tiritar de alas. La magnitud de los implicados desborda incluso a la imaginación. Y no sólo por el número, sino ante todo por la multiplicidad. Nada menos que unas seis mil especies diferentes migran.
Cifras que resultan por completo superfluas si las comparamos con el significado, el balance y el destino de semejante fluir.
En primer lugar porque por ahí anda volando una globalización que sí es unificadora y hasta equitativa. Las aves van a donde están los recursos, no hacen que los recursos vuelen hacia ellas. Viajan gastando energía conseguida en la opulenta primavera del norte y se dirigen hacia las vastas despensas del sur. Pero demostrando que unas y otras son exactamente lo mismo.
El planeta viviente es un consumidor que sólo puede consumirse a sí mismo y por eso intenta permanentemente no agotar para no agotarse. Los ritmos vitales y los nómadas del cielo son uno de las mejores sugerencias. Pretenden ser coherentes con la evidencia de que todas las riquezas las lleva ya puestas el derredor y que son únicas, irrepetibles y limitadas.
Se aprovecha solamente lo que la propia dinámica de la renovación pone al alcance. Por eso hay que alcanzarlas, aunque sea tras recorrer miles de kilómetros sobrevolando continentes enteros. Recordemos que el esfuerzo energético desarrollado por uno sólo de esos pájaros migradores equivale a cuatro de nuestros viajes a la luna. Pero el impacto ambiental es cero. Ni contaminan, ni desgastan las fuentes de nutrición, ni reducen el paisaje a pasillos muertos. Todo lo contrario, los colman de alegría.
No es el único flujo, claro está.
En estos mismos momentos nosotros, los sedentarios, hacemos que otra avalancha -ingente, muerta, acaparadora y excluyente- se dirija hacia nuestras residencias. Energía, agua, materiales y alimentos en una cuantía de unos 70.000 millones de kilos diarios, sólo en los países industrializados, son imantados hacia un sin retorno. Es un gasto sin reposición y con la aberrante secuela de una fétida estela de residuos.
Humos, metales, basuras y ruido son arrojados hacia el derredor en una cuantía que a menudo supera, en tonelaje, a la producción primaria de los sectores industriales.
Se trata de un fenómeno diametralmente contrario al vaivén de las aves. Un consumismo que no se percata de que, nos pongamos como nos pongamos, todo en este mundo es importación. A no ser que le dejemos trabajar a lo espontáneo y sepamos aprovechar su imponente capacidad de renovación a partir de los ahorros acumulados a lo largo de miles de siglos.
No lo hacemos y por eso anualmente conseguimos destruir para siempre aproximadamente el 1% de la riqueza natural del planeta. Pero no desde hace poco: ese es el ritmo al que avanza la erosión de nuestro patrimonio fundacional durante los últimos treinta años. Hemos erradicado ya, por tanto, un tercio de nuestro propio potencial de desarrollo y bienestar futuros.
Nada más sencillo que calcular el tiempo que, de seguir así, le queda a la insostenibilidad de nuestro modelo de vida. No se trata de nomadear, sino de no agotar amparados por la distancia entre la producción y el consumo. Por supuesto, ni el Fondo Monetario Internacional, ni el Banco Mundial abordan esta otra cuenta de resultados.
La globalización lo es, ante todo, del agotamiento de los amaneceres por llegar.
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