La edad de la información, al fin reconocida
Kilby, Alferov y Kroemer, galadonados por inventar el circuito integrado y las heteroestructuras de semiconductores
Dos piezas capitales
¿Qué es más importante, hacer o pensar? ¿Qué viene antes, la ciencia o la técnica? Repasando la historia queda claro que la tecnología casi siempre ha precedido a la ciencia. Pero con su salomónica decisión de la semana pasada, el Comité Nobel de Física nos ha recordado que en nuestros días ambas están unidas simbióticamente, alimentándose una a otra y contribuyendo así a avances cada vez más rápidos. El Comité ha elegido este año para el premio a Jack Kilby por la invención del circuito integrado, y a Zhores Alferov y Herbert Kroemer por el desarrollo de las heteroestructuras de semiconductores que se usan en comunicaciones.Desde el principio, el propósito de la Fundación Nobel fue premiar el conocimiento útil. El primer galardonado, en 1901, fue Röntgen por su descubrimiento de los rayos X y en 1909 Marconi y Braun fueron reconocidos por su invención de la telegrafía sin hilos, que conduciría a la radio. Por supuesto, el concepto de lo útil es cambiante, y lo que hoy es impráctico puede dejar de serlo en 10 o 20 años. Además, un descubrimiento teórico puede ser tan beneficioso para la humanidad como la invención más práctica, si a través de él nos acercamos, casi tocándolas, a las leyes básicas de la naturaleza. Tal podría decirse de la teoría de la relatividad, que curiosamente nunca fue reconocida con el premio Nobel. (Por si sirve de consuelo, tampoco lo fue la invención del teléfono, la televisión, o el desarrollo práctico de la electricidad).
El doble cada dos años
Basta mirar alrededor o comparar nuestra vida hoy con la de hace treinta años para apreciar el impacto de las tecnologías de la información. Es difícil, si no imposible, encontrar un aspecto de nuestra civilización que no haya sido profundamente afectado por el ordenador y la telecomunicación. El papel esencial del transistor en la primera fase de esta revolución fue reconocido tan sólo nueve años después de su invención (Bardeen, Brattain y Shockley recibieron por ello el premio Nobel en 1956.) Pero sin otras dos piezas capitales, el circuito integrado y la heteroestructura de semiconductores, la Edad de la Información nunca habría llegado.Situémosnos en 1958. Diez años después de su presentación al público, el transistor es ya un éxito militar y comercial. Se venden 30 millones de ellos al año a unas 200 pesetas cada uno, que se usan en circuitos de hasta varios miles de transistores. El futuro pertenece al transistor bipolar de unión, en el que un flujo de electrones entre los extremos emisor y colector de un trozo de material semiconductor está controlado por una pequeña corriente en la zona central (base).
De este modo, la información codificada como una variación en la corriente de base aparece amplificada en la corriente del colector. Por la mayor facilidad para difundir en él las impurezas que definen las zonas de la unión, el silicio empieza a sustituir al germanio como semiconductor preferido. Con técnicas de fotolitografía parecidas a las empleadas para fabricar circuitos impresos se preparan a la vez cientos de transistores individuales en la misma oblea de material.
Sin embargo, la nueva electrónica es víctima de su propio éxito y hay problemas para hacer realidad las predicciones de los visionarios, que hablan incluso de ordenadores totalmente transistorizados. El camino hacia una mayor miniaturización se ve bloqueado por la complejidad creciente de los circuitos, en los que el número de componentes electrónicos (transistores, diodos, resistores y capacitores) y de las conexiones entre ellos crece enormemente. En este escenario aparecen dos jóvenes ingenieros, Jack Kilby, un gigantón de dos metros que acaba de llegar a los laboratorios de Texas Instruments en Dallas, y Robert Noyce, un afable optimista que ha fundado con Gordon Moore la compañía Fairchild Semiconductors al sur de San Francisco.
En un brote de inspiración, Kilby concibió el modo de miniaturizar los circuitos fabricando resistores y capacitores en el mismo trozo de silicio que los transistores. A nadie en su sano juicio "se le habría ocurrido preparar entonces todos esos componentes a partir de un semiconductor, que, además de no ser el mejor material para ello, era increíblemente caro," diría Kilby años más tarde.
Menos de dos meses después de su idea original, Kilby la demostró experimentalmente con un primitivo circuito integrado de germanio, formado por un transistor, un resistor y un diodo que hacía las veces de capacitor, conectados entre sí con hilos de oro. A los diez días ya tenía un circuito con dos transistores. Los meses siguientes fueron de progreso vertiginoso, mejorando la manera de definir y grabar en la superficie del material los componentes individuales. Mientras tanto, en Fairchild, donde se había empezado a usar el óxido de silicio para proteger del ambiente las uniones de los transistores y así mejorar su funcionamiento, la carrera hacia la miniaturización se centró en simplificar las conexiones entre los dispositivos.
Noyce ideó la manera de usar las técnicas de litografía para hacer diminutos agujeros en el óxido de silicio y luego depositar sobre él delgadas líneas de aluminio con las que conectar eléctricamente los componentes del circuito. A partir de ahí no fue difícil encontrar el modo de fabricar numerosos dispositivos en el mismo trozo de material. Para entonces las técnicas de preparación de semiconductores habían alcanzado tal madurez que, como diría con humildad el mismo Noyce, "si la invención no hubiera occurrido en Fairchild, habría ocurrido en otro laboratorio poco después". Noyce, uno de los padres del Valle del Silicio, murió en 1990.
En 1961 Texas Instruments anunció un pequeño ordenador con 587 circuitos integrados, cada uno de ellos del tamaño de un grano de arroz y con una docena de componentes. El poder de cálculo del nuevo ordenador era el mismo que el de uno convencional formado por circuitos impresos, 150 veces mayor y 150 veces más pesado. En 1971 se inventó en Intel -otra compañía fundada por Moore y Noyce- el microprocesador, que albergaba un ordenador completo en un único circuito formado por 2.300 transistores.
Desde entonces, el número de componentes y la capacidad de procesar información de los circuitos integrados se ha doblado aproximadamente cada dos años (ley de Moore) y el precio por transistor ha disminuído exponencialmente. Hoy en día un microprocesador Pentium III en un ordenador de uso diario contiene unos 20 millones de transistores; un circuito de memoria, hasta diez veces más. Con una peseta se podrían comprar cientos de transistores, que puestos en filas cabrían en el grueso de un cabello.La ley de Moore probablemente se seguirá cumpliendo en los próximos diez años, aunque a costa de fábricas cada vez más caras. Pero no es éste el único obstáculo en el hasta ahora imparable avance de la electrónica. Problemas en los materiales y en los procesos de miniaturización por debajo de las 0,12 micras y, finalmente, los mismos límites físicos exigirán, antes o después, ideas y técnicas radicalmente diferentes a las actuales.
También muy distinta de las de su época fue la herética idea de Herbert Kroemer, al proponer en 1957 un transistor bipolar de heteroestructuras, formado por dos o más materiales diferentes, y predecir, tras un análisis detallado, que estos nuevos transistores funcionarían a más velocidad que los convencionales de silicio. Kroemer hacía poco que trabaja-ba en los laboratorios RCA de Princeton; según me contó una vez, había salido clandestinamente de Alemania Oriental y por aquel entonces desconocía una patente de Shockley en que, de pasada, se mencionaba la misma idea.
Seis años después Kroemer hizo otra atrevida propuesta, usar heteroestructuras para construir un láser de semiconductores capaz de funcionar a temperatura ambiente. El diodo láser basado en el semiconductor arseniuro de galio había sido demonstrado en 1962, pero era tan ineficiente que sólo funcionaba de manera pulsada o a temperaturas por debajo de cien grados bajo cero.
En una doble heteroestructura, razonaba Kroemer, en las regiones donde se unen los dos materiales se crea un campo eléctrico que en el caso del transistor daría lugar a una mayor corriente y facilitaría una menor resistencia en la base. En el láser, el campo confinaría mejor los electrones y así cederían más eficientemente su energía en forma de luz, la cual sería guiada a lo largo del material central. Con estas propiedades serían posibles transistores más rápidos y láseres con menor consumo de energía. Al mismo tiempo que Kroemer, e independiente de él, Zhores Alferov, del Instituto Ioffe de St. Petersburgo, proponía un láser de heteroestructuras basado en el mismo principio.
La inexistencia en aquel momento de la tecnología para fabricar heteroestructuras de suficiente calidad hacía imposible llevar a la práctica las ideas de Kroemer y Alferov. Pasarían siete años hasta que se desarrollaran esas técnicas y se hiciera realidad, por primera vez en el Instituto Ioffe y en los Laboratorios Bell, el diodo láser de heteroestructuras funcionando a temperatura ambiente. Fue precisamente la magia de la intensísima luz roja que emanaba de ese dispositivo minúsculo la que me atrajo en 1971 al mundo de los semiconductores; mi primer proyecto -que nunca llegué a terminar- como aprendiz de científico fue fabricar un láser de heteroestructuras usando las ideas de Kroemer y Alferov.
Conocí a ambos a principios de la década de los ochenta, cuando los transistores y láseres de heteroestructuras empezaban a usarse comercialmente. Kroemer seguía predicando con celo misionero las excelencias de las heteroestructuras de semiconductores. Alferov era uno de los pocos científicos soviéticos que podía viajar al extranjero solo. Hoy, además de director del Instituto Ioffe y vicepresidente de la Academia de Ciencias, es miembro del parlamento ruso.
Las ideas pioneras de Kroemer y Alferov son no sólo el fundamento de los transistores que se usan en telefonía móvil y comunicaciones espaciales, y de los dispositivos optoelectrónicos empleados en las comunicaciones for fibras ópticas. Esas ideas y las tecnologías que las plasmaron están sirviendo además para explorar nuevos conceptos -entre ellos el de ordenador cuántico- con los que superar la barrera a que nos conducirá el éxito sin precedentes del circuito integrado de Kilby y Noyce.
Emilio Méndez es profesor de la Universidad de Nueva York en Stony Brook. Ha recibido recientemente el Premio Internacional de Dispositivos Cuánticos por sus trabajos pioneros en heteroestructuras de semiconductores.
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