La policía se confiesa impotente ante las redes de la droga
Las redes de la droga están consiguiendo dejar en evidencia a policías y guardias civiles
Las redes de la droga están consiguiendo dejar en evidencia a policías y guardias civiles. El Ministerio del Interior, más preocupado por el terrorismo y los problemas de la inmigración, sólo dedica a 2.100 de sus agentes -el 1,6% de la plantilla- a investigar las redes del narcotráfico. El trabajo de estos funcionarios -1.500 policías y 600 guardias- consiste en asestar de vez en cuando un gran golpe a los principales narcotraficantes. Así se produce un hecho curioso: la práctica totalidad de la droga intervenida durante 1999 -más de una tonelada de heroína, 18 de cocaína y 428 de hachís- fue el resultado de una docena de operaciones.El resto -una cantidad insignificante para las estadísticas- fue conseguida deteniendo a pequeños traficantes, vulgares camellos, drogadictos que se ganan su dosis de cada día distribuyendo veneno al por menor o ciudadanos extranjeros -procedentes sobre todo de Colombia- que llegan al aeropuerto de Barajas (Madrid) con cocaína escondida en su equipaje o en el interior de su propio cuerpo. Ése y no otro es el perfil de la inmensa mayoría de las 89.994 personas arrestadas el año pasado por delitos relacionados con las drogas.
¿Qué pasa entonces entre el gran alijo y la papelina? ¿Cuál es el perfil del mediano traficante? ¿Quiénes son, cómo se mueven, dónde ocultan la droga, de qué forma blanquean el dinero, por qué no están en la cárcel? La respuesta a todas estas preguntas divaga entre la conjetura y el silencio. Un responsable del Plan Nacional sobre Drogas y el portavoz oficial de la Policía admiten que el floreciente negocio de la narcodistribución es el gran enigma sin resolver.
El fracaso más estrepitoso tiene que ver con la cocaína. Según un reciente informe de la DEA, la CIA, el departamento de Estado y los responsables de aduanas de EE UU -publicado el 24 de septiempre por este periódico-, unas 200 toneladas de cocaína preparadas para la exportación atraviesan el Atlántico con destino a Europa. Unas 150 toneladas llegan a ser desembarcadas. El 57% de esa cocaína, según Barry MacCaffrey, el zar de la lucha contra las drogas de la Casa Blanca, entra en Europa a través de España. El documento atribuye a este país el dudoso honor de contar con más consumidores de cocaína (562.000) que Alemania (508.000) o Italia (301.000). También informan los norteamericanos de que la mitad de la cocaína que entra en España lo hace por Galicia. Si estos datos se acercan a lo cierto, la realidad queda como sigue.
Tirando por lo bajo, en España desembarcaron el año pasado unas 70 toneladas de cocaína, de las que sólo 18 fueron intervenidas y destruidas por la policía. Si se tiene en cuenta que 12,8 de las 18 toneladas aprehendidas lo fueron de una sola tacada -la Operación Temple, en julio de 1999-, la ineficacia policial contra el tráfico mediano queda probada. 52 toneladas fueron distribuidas en paquetes de un kilo para satisfacer los mercados del país y del resto de Europa. Lo que no se sabe a ciencia cierta es cuánta droga se queda y cuánta se exporta, porque casi nunca se ha sorprendido a una organización sacando un alijo del país con destino a la exportación.
Un kilo de cocaína con un 85% de pureza viene a costar en la actualidad -según datos del Plan Nacional sobre Drogas- seis millones de pesetas. Si el tráfico se hace al por menor -una vez adulterada con cafeína o anfetamina-, el gramo cuesta entre 10.000 y 12.000 pesetas. Que se trata de un negocio redondo lo saben bien los consumidores habituales o esporádicos. "Casi nunca tienes problemas para adquirir un gramo al camello de confianza y al precio de siempre", dice un aficionado a la droga blanca, "sólo el precio se encarece hasta las 14.000 si tienes que irte a la calle a conseguirla; pero faltar, nunca falta".
La escasez de medios humanos que dedica Interior a luchar específicamente contra el tráfico de droga contrasta con los desastres que provoca. De los 40.000 presos que abarrotan las 70 cárceles del país, la mitad eran "toxicómanos activos" en el momento de ser detenidos, o lo que es lo mismo, cometieron su delito bajo los efectos de las drogas. Dieron con sus huesos en prisión por delitos contra el patrimonio -robar para conseguir su dosis- o contra la salud pública -tráfico de estupefacientes-. El 20% de la población reclusa -unos 8.000 presos- es portadora del virus del sida. De ellos, el 87% lo contrajo a través de la jeringuilla con la que se inyectaba la droga. Sólo a gasto farmacéutico, Instituciones Penitenciarias dedica 3.000 millones de pesetas al año. Lo más caro, los antirretrovirales: el tratamiento de una persona con el virus del sida supera los tres millones de pesetas al año. Pero, muy por encima de los números, está el sufrimiento, los dramas que provoca la droga a los que no se pueden desenganchar de su adicción o de la enfermedad sobrevenida. También a los que vieron en un negocio tan rentable la posibilidad de salir de la miseria.
Es el caso de las mulas, palabra que se utiliza en la jerga policial para designar a los pasadores de drogas. Hay un ejemplo que lo demuestra todo. Meses después del terrible terremoto que asoló Colombia en enero de 1999 dejando un millar de muertos, 4.000 heridos y 250.000 personas sin hogar, en el aeropuerto de Barajas empezaron a caer pasadores de droga a un ritmo vertiginoso. Aquellos hombres y mujeres tenían un detalle en común. Casi todos venían de Pereira, la ciudad más afectada.
La policía admite el problema, aunque su portavoz oficial asegura que es heredado. "Desde la dirección", sostiene, "se insiste en que hay que cambiar las fórmulas de investigación, trabajar de otra manera, buscar nuevos métodos". Los investigadores piensan otra cosa. Se quejan por la falta de medios humanos y técnicos -los narcotraficantes manejan sistemas costosísimos que la policía no tiene- y también por la afición del actual director general, Juan Cotino, a la policía de proximidad. "Se está preocupando", dice uno de los investigadores, "de detener al camello de la esquina para satisfacer a los vecinos y ganar votos sin darse cuenta de que los señores de la droga siguen campando a sus anchas".
Por si fuera poco, al malestar entre los agentes antinarcóticos y quien los manda se unen los celos atávicos entre policías y guardias civiles, que raramente comparten una operación. Un rifirrafe múltiple que a los jefes de la droga les viene de perlas.
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