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¿Por quién doblan las campanas? JOSEP M. MUÑOZ

Tal día como hoy, 60 años atrás, caía fusilado en el castillo de Montjuïc, después de una farsa de juicio militar sumarísimo, el presidente de la Generalitat de Cataluña Lluís Companys. Su destino trágico -Companys, exiliado, fue capturado por la Gestapo en la Francia ocupada, de donde no había querido huir para no alejarse de su hijo enfermo, y extraditado a España para encontrar, con gran dignidad, una muerte injusta- ha sido desde entonces un símbolo de la opresión a la que el franquismo sometió a Cataluña. Hoy, tras 20 años de autonomía, debería verse positivamente que se sigan celebrando actos en su memoria porque es un signo de buena salud democrática luchar contra el olvido de los crímenes del fascismo. Lo malo del caso es que a Companys sólo se le recuerda cada 15 de octubre, y no durante el resto del año, y que esas conmemoraciones suelen tener más el aire de un ritual al que no sabemos escapar que de auténtica reflexión sobre su figura y sobre su posición en nuestra historia.Lluís Companys i Jover (El Tarròs, Urgell, 1883-Barcelona, 1940) es, sigue siendo, un personaje incómodo, difícil de encajar dentro de nuestra tradición política, por lo que parece que se le prefiera seguir recordando exclusivamente como el president màrtir. Incluso se ha llegado a aceptar, implícita cuando no explícitamente, que le era aplicable aquella afirmación de que "un bel morir tutta una vita onora". Una afirmación, en este caso, de un absoluto cinismo porque no hay olvidar que la muerte de Companys es la consecuencia directa de una vida dedicada a la lucha por la justicia y por la libertad. Un ideal que Companys concretó, a lo largo de más de 30 años de actividad política, en la trilogía formada por el republicanismo, el autonomismo y el reformismo.

Desde las diversas responsabilidades públicas que asumió -concejal del Ayuntamiento de Barcelona, diputado en las Cortes, presidente del Parlament de Catalunya, efímero ministro de Marina (!) y, finalmente, presidente de la Generalitat-, así como en su labor de abogado sindicalista y en su calidad de cofundador tanto de Unió de Rabassaires (1921) como de Esquerra Republicana de Catalunya (1931), Companys fue siempre fiel a su trayectoria catalanista y reformista. Ello, a pesar de que le tocó vivir algunos de los momentos más agitados de un ya de por sí convulso primer tercio de siglo: la conflictividad obrera de los años posteriores a la I Guerra Mundial (que derivó en el pistolerismo en las calles de Barcelona, y que acabó con la vida de su amigo Francesc Layret -cuando éste se disponía, precisamente, a defender a un Companys encarcelado en Mahón junto a otros sindicalistas como Salvador Seguí, que sería asesinado también poco tiempo después-), la proclamación de la República (que él realizó desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona), el enfrentamiento frontal con la derecha reaccionaria española durante el bienio negro republicano (que le llevó a proclamar un Estado catalán dentro de la República Federal Española, el 6 de octubre de 1934) y, finalmente, el estallido de la guerra civil y de la revolución obrera en Cataluña.

Companys, con su aspecto que en ocasiones se asemejaba al de un indefenso pajarito (mote con el que le llamaban), tuvo que lidiar no sólo con la antipatía que generaba entre las capas conservadoras catalanas (que no le perdonaban su acento leridano, ni su pésimo castellano, ni su desclasamiento, así como tampoco su irregular vida privada), sino, sobre todo, con el desbordamiento constante que la conflictividad social de la época significó para todo intento de política reformista. Todo en él parecía confluir, pues, en su trágico destino final. Pero ésta sería, como ya señaló Ferran Mascarell en un texto publicado por L'Avenç en ocasión del 50º aniversario del fusilamiento del que fue presidente de la Generalitat, una lectura injusta, tanto histórica como políticamente.

El enjuiciamiento de su actuación política, particularmente en momentos decisivos como el 6 de octubre y el 19 de julio, debe quedar para los historiadores. Pero me temo que en el fondo lo que subsiste, lo que nos impide acordarnos de Companys en otras fechas que el 15 de octubre, es la dificultad de asumir la herencia de la Cataluña republicana. Una Cataluña que queda muy distante de la Cataluña actual, pero que trató de aplicar unos valores republicanos, federalistas y laicos que hoy deberían ser asumidos, sin complejos, por el conjunto de la izquierda catalana como parte integrante de su propia tradición. El reformismo de Companys, y de ERC en su conjunto, fue un reformismo populista, y ello le ha llevado a ser menospreciado por cierto purismo izquierdista. Pero para hacer frente al reformismo populista que hoy encarna el pujolismo, la izquierda catalana no debería olvidar la lección de Companys. La de su combate político, no sólo la de su muerte. Aunque hoy sea 15 de octubre.

Josep M. Muñoz es historiador, director de L'Avenç.

Vicens Gimenez

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