Atracción fatal PONÇ PUIGDEVALL
Cuando a finales de marzo de 1980 la Unión de Escritores Cinematográficos quiso rendirle tributo en la I Semana de la Crítica de Cine de Madrid, Luis Buñuel debió enfrentarse a un dilema. Era consciente de que aquel acto iba más allá de los aspectos sociales y culturales para acercarse a una especie de homenaje a todos aquellos que, como él, vieron su vida truncada por las inclemencias de la guerra y el exilio. No podía sentirse ajeno a tal acontecimiento alguien que, como él, siempre que pudo ofreció trabajo a los actores españoles que también sufrían el destierro. Pero el año anterior había estado hospitalizado por un problema de vesícula, aquel mismo año lo habían operado de la próstata, las piernas ya no le sostenían con fortaleza, sufría olvidos frecuentes, la sordera le impedía seguir con atención lo que sucedía a su alrededor, y sólo podía leer con la ayuda de una lupa y una luz adecuada. Su principal enfermedad era la vejez, y sólo se sentía cómodo en su hogar de México, fiel a la rutina cotidiana y al rigor del aburrimiento. No temía a la muerte, pero consideraba una atrocidad morir durante un viaje, en una habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y papeles desordenados. Así, pues, no es extraño que rechazara trasladarse al movido Madrid de Tierno Galván, pero tampoco es raro que durante los días siguientes, quizá mientras se ensimismaba delante del martini de las seis de la tarde, Buñuel oyera en su interior el insistente tamborilear de la frase que dijo un día a su amigo Max Aub: "Yo tengo una atracción fatal por España". Buñuel no ignoraba que los hombres generosos y sabios no deben huir de la vida: acabó aceptando, aunque la noche anterior al viaje todavía dudase y dijera a Jeanne, su mujer, que no subiría al avión.Lejano quedaba ya el primer retorno a España, en 1960, después de 24 años de ausencia, cuando llegó a Portbou con pasaporte mexicano y aun así una de sus hermanas fue a recibirle para dar la alarma en caso de incidente o detención. Y atrás quedaban los viajes posteriores, cuando aceptó rodar en España Viridiana con la productora de Bardem por su espíritu de oposición al régimen franquista, y tuvo que soportar el coro de voces de los emigrantes republicanos que lo acusaban de traidor y vendido. Atrás quedaba también el rodaje de Tristana en Toledo, una ciudad que para Buñuel estaba llena de resonancias y de recuerdos de los años veinte, cuando era el escenario de las farras de fin de semana al lado de Pepín Bello. El desprecio del pasado se convirtió en alabanza, y en 1980 fue recibido como el maestro del cine que era y como el símbolo que muchos deseaban que fuera. Cansado y vencido por los achaques de la edad, quizá también se reencontró con la emoción experimentada en el primer regreso a su país al ser consciente de que tal vez era la última ocasión de que disponía para contemplar los lugares de juventud y saludar a sus amigos.
Buena parte de las circunstancias del último viaje de Luis Buñuel a España pueden verse en el Museo del Cine de Girona, en Luis Buñuel. L'últim viatge, una exposición de corto alcance que, pese a todo, consigue sin ninguna dificultad que el visitante regrese a casa con el firme deseo de ver en vídeo cualquiera de sus películas. El mérito, evidentemente, es del cineasta, de la poética sobriedad y el vigor que destila cada uno de los fotogramas que se exponen: suspendidos en el tiempo, los fotogramas de las películas de Buñuel muestran la gelidez expresiva de su crispada tensión compositiva, y el efecto seductor de las imágenes produce los latidos extraños de una felicidad violenta. El resto del material, en cambio -los carteles y los programas de mano-, procedente de la colección de Antonio García-Rayo, editor de la revista AGR, coleccionista de cine y artífice de que Buñuel aceptara emprender el último viaje a su tierra natal, deja mucho que desear. Con todo, uno sólo sabe emocionarse cuando contempla el rostro de aquel Buñuel envejecido, con la nariz quebrada de boxeador, con aquella mirada asimétrica y terriblemente seria e inquietante, concentrada en una distancia indescifrable, abismado en una lejanía de extravagancias ultraterrenales. Sin embargo, no puede ocultar jamás una dosis de sorna o burla: véase, por ejemplo, cómo disecciona al alcalde Tierno Galván.
El repaso gráfico de su obra consigue uno de los objetivos de la exposición, ofrecer una vista panorámica de su legado fílmico, pero las imágenes y los materiales que recuerdan aquellos días en Madrid poseen un escaso valor documental, como si se tratara de una excusa anecdótica para conmemorar el centenario del nacimiento de Luis Buñuel, el cineasta exterminador de tristezas que afirmaba que un día sin reír de verdad era un día perdido. Esté donde esté, 20 años después de su penúltimo viaje, quizá le gustaría saber que cada vez son más los que sienten hacia su obra una atracción fatal tan irreprimible como la que él sentía hacia España.
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