Una cuestión pasional
Es una cuestión de emociones. Si uno tiene debilidad por el olor a gasolina y a neumático quemado, goza con el ruido insoportable de motores sin silenciador a más de 10.000 revoluciones por segundo y se solaza acudiendo a esa mezcla de aeropuerto y circo romano que es un circuito de carreras, es porque, más allá de la pura emoción del espectáculo, encuentra en ello una épica antigua en la que los hijos del viento luchan por alcanzar el sueño inasible de la velocidad.
En esta tesitura se puede apostar por Ben-Hur o por Mesala, por aquello de que todos llevamos en el corazón algo de ángeles y de canallas, pero siempre se estará a favor de Ulises ante Polifemo y de la astucia ante la pura eficacia. Porque no es lo mismo una pasión roja destilada de una tradición artesana de maestros y aprendices, de talleres de orfebrería, que una sociedad anónima gestionada desde la City londinense, ensamblada por hábiles cazadores de fondos de pensiones, como casi todas las escuderías de fórmula 1; engendros sin otra referencia que la mercadotecnia. Sólo Ferrari escapa a este concepto. Sólo Ferrari puede sentirse como pasión.
Habrá quien piense que hacer profesión de fe ferrarista no es más que un delito de nostalgia. Y tal vez esté en lo cierto. Antes, los bólidos iban pintados con los colores nacionales: verdes, los británicos; rojos, los italianos... Recuerdo muy bien la primera vez que olisqueé una carrera. Fue en el viejo circuito de Montjuïc, y la ganó Jim Clark con un Lotus de color verde. Los dos Ferrari -rojos- los pilotaban Chris Amon y Clay Regazzoni. Desde entonces han cambiado mucho las cosas. Ahora ya casi no huelen las carreras. Aquellos gentleman driver se alojaban en hoteles de poca monta y salían de juerga por la noche; ahora es imposible acercarse a menos de cien metros de cualquier piloto. Si algo queda es Ferrari.
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