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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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La libertad de imaginar

Juan Cruz

El poeta gallego. Se le ha puesto ya la voz de Álvaro Cunqueiro, cargada pero andarina, veloz y de sueño. Hay muy pocos que te guíen como él por Galicia y sus palabras, y lleva ese país suyo por el mundo como si fuera la bandera atada a un árbol, o como si fuera un sonido. Es una raíz, un hombre que es muchos hombres porque es un poeta, es decir, un eco. Cuando canta en un escenario, o cuando susurra, se representa a sí mismo, pero representa a otros, porque eligió estar entre la multitud y ser la multitud misma; no le verás mirarse en un espejo; no es frecuente encontrarte gente así. Su última intervención pública fue en una plaza de Madrid, leyendo un libro ajeno, de John Berger, su amigo, el poeta inglés. Convirtió aquello en un suceso misterioso: el inglés leía los cuentos del gallego y el gallego leía en castellano lo que había escrito Berger sobre un perro que era también un vagabundo. La gente se quedaba a mirar, desde las esquinas de la plaza, y veía que allí pasaba algo especial pero grandioso. Estaba el poeta gallego a punto de volver a su tierra; vivió en Londres más de un año, tratando de entender desde allí los mitos -literarios, humanos- de su tierra, trasplantando siempre sus esquejes. Y al fin regresó, se supone que para volver a respirar el olor de la raíz. Y en la raíz misma se encontró con la mezquina sorpresa de la venganza: el fascismo censor le advierte de que no se pase de amor por la tierra y prohíbe que la Administración autonómica compre para las bibliotecas públicas su libro que, cómo no, se titula Galicia, Galicia. Manuel Rivas. No es el único censurado, decía ayer Xosé Hermida en este periódico. Caen otros dos poetas bajo el cuchillo de los alumnos de Fraga: Méndez Ferrín, otro gran poeta de Galicia, y la también poetisa Lupe Gómez, de cuya poesía este cronista aún no puede dar fe. Abre Rivas su libro censurado con una frase de Ambrose Bierce que él ama mucho: "Libertad: la posesión más hermosa de la imaginación". Los censores gallegos respiran otros tiempos en que ni imaginación ni libertad eran aspiraciones, sino presas. Como ahora.El poeta canario. Tiene algunos amigos con los que baja a pisar la arena, en Las Canteras, la playa urbana de Las Palmas. Allí, pisando la arena, ha imaginado la claridad del mundo, y en los últimos 10 años lo ha pintado y lo ha escrito. Tiene ocho libros listos para ser publicados y aún no se explica que haya cumplido 67 años y siga pensando que es el mismo adolescente que se parecía a Marlon Brando y vino a Madrid a ver una luz distinta; luego regresó a su antigua claridad, las islas. Éstos son dos versos suyos: "El otoño ha llegado aquí, a las Islas / con un baño de fríos iniciales". Están, con otros de gran claridad, como si fueran una teoría de la luz de Canarias, en su libro Hacia otra realidad, que le editó Tusquets y que presentó el último jueves en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Los que le conocieron cuando era bohemio se habrán asombrado de verle beber coca-cola y agua en los almuerzos y en las cenas, y los que supieron hace tantos años que era un editor y un tipógrafo, casi únicamente, habrán visto que detrás de aquella modestia con que impulsó a otros -Valente, Caballero Bonald, Gil de Biedma, muchos otros- se escondía laborioso un poeta que al fin se destapó, merece su sitio en el jardín de los cincuenta y es, como Leonardo da Vinci, apasionado por todas las cosas, pero al fin un hombre que duerme al derecho y no al revés. Manuel Padorno. No lo busquen en las viejas antologías: él estaba escondido.

El narrador de León. Ha sido su año admirable, tiene razón García-Posada; pero detrás de su laboriosa biografía de narrador total está el trabajo de un hombre que no ha buscado el medro. De modo que su triunfo actual no es el final de una aspiración, sino la consecuencia de un reconocimiento que hacen los demás. ¿Su mayor mérito? Haber creído en la fábula, pero, sobre todo, haber conseguido hacer un mundo allí donde había páramo, rostro seco; sus personajes reviven en su memoria y ahora están en los libros. Celama, que es el pueblo que inventó, le tiene de alcalde y de paisano, vive allí; Muñoz Molina inventó Mágina, Onetti edificó un mundo de sombras en Santa María, Faulkner tiene su territorio impronunciable. Luis Mateo Díez hizo Celama y ahí vive ahora también la memoria de los que le habían leído antes de que los demás se fijaran tanto en él. Ha ejercido la libertad de imaginar. Ése es su premio.

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