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¿Reflexiones improcedentes?

Comencemos por una escueta descripción del paisaje; el Gobierno de Aznar y de Mayor Oreja se halla cada día más firmemente convencido de que la salida del atolladero vasco pasa por conseguir una doble derrota: la de ETA frente a la policía y la justicia democráticas, y la del nacionalismo, globalmente considerado, tanto en la arena electoral como en los terrenos cultural y mediático. Si la primera de estas derrotas la anhelamos todas las personas decentes, pues se trata de un objetivo ético y moral, de mero triunfo de los derechos humanos, la segunda pertenece al dominio de lo ideológico-político; es decir, de lo discutible y objetable. ¿Será posible debatir sobre ello sin tener que aplicarse la autocensura ni ser tildado de tibio, de cómplice o de equidistante? Vamos a intentarlo de nuevo.Algunos creemos que ETA y el nacionalismo democrático de PNV y EA, lejos de ser dos realidades simbióticas, que se alimentarían mutuamente, son hoy dos fenómenos antitéticos. Es decir, que el terrorismo etarra es en la actualidad una verdadera fábrica de españolismo fuera, y sobre todo dentro, de Euskadi, que cada atentado reporta a EA y PNV nuevos costes de descrédito y erosión, que el futuro del nacionalismo vasco pasa por la imprescindible derrota de ETA. Tal es, a grandes rasgos, la tesis de personajes como Txema Montero o Joseba Arregui; todavía no, por desgracia, la de Arzalluz o Egibar, pero me pregunto si acusarles de haberse instalado en "la otra orilla, la de la complicidad con ETA" (según el juicio literal de Aznar) ayuda mucho a hacerles rectificar. En todo caso, no imagino que sea la simpatía hacia la actual cúpula peneuvista lo que ha llevado a Felipe González a advertir que "la satanización del PNV es un error histórico muy serio". Lo atribuyo más bien a la experiencia de hombre de Estado y a una visión política menos miope que la de su sucesor en La Moncloa.

Pero lo más inquietante del caso no es el implacable cerco del PP sobre el Gobierno de Ibarretxe tratando de cerrarle cualquier salida política y moralmente airosa. Tampoco es la ruidosa escalada de insultos tabernarios con que ilustres voceros del constitucionalismo y del estatutismo describen no a los terroristas, sino a los políticos demócratas que no piensan exactamente como ellos (el consejero Balza es "ese imbécil" y un "indeseable"; su colega Imaz, "el flamante cretino"; el líder de Esquer Batua, Javier Madrazo, es "ese sujeto"; el contenido del diario Deia, "basura fresca servida en orinal", y en cuanto al socialista Odón Elorza, suerte que se ha dado prisa en pedir perdón, porque el linchamiento ya había comenzado...); ese lenguaje es desagradable, sí, pero resulta también pintoresco y, además, siempre habrá algún exabrupto de Arzalluz proferido desde una campa o un batzoki que venga a servirle de coartada.

No, lo verdaderamente grave de la política aznarista frente al conflicto vasco es que de los dos adversarios a los que quiere batir -ETA y el nacionalismo pacífico-, por momentos parece desear más la derrota del segundo que la del primero. Al modo de uno de sus intelectuales orgánicos en la materia, el cual no ha tenido empacho en reconocer: "No es siquiera ETA el motivo principal que me mueve", sino ir "contra el nacionalismo vasco", hay motivos para sospechar que el Gobierno del Partido Popular desea aprovechar el clima político y emocional creado por la criminal ofensiva terrorista para intentar la marginalización de los nacionalismos subestatales existentes en España.

Se me objetará que, bien al contrario, en la reciente clausura del congreso del PP de Cataluña, José María Aznar defendió explícitamente la legitimidad del independentismo siempre que sea pacífico. Es verdad, pero aquel elegante gesto de centro reformista dedicado a la galería periodística no ha tenido después traducción alguna en la política diaria del partido. No la ha tenido, por ejemplo, en las Cortes valencianas, donde la pasada semana el PP aprobó con su mayoría absoluta una declaración antiterrorista que equipara los crímenes de ETA y "las actuaciones o declaraciones que atenten contra el orden constitucional y estatutario", metiendo en el mismo saco el tiro en la nuca y la reivindicación -pongamos por caso- de los Països Catalans... Pero es que ni el mismo presidente Aznar ha parecido tomarse en serio su magnánima declaración barcelonesa, y cultiva a conciencia el equívoco entre nacionalismo y terrorismo. ¿Una prueba? La entrevista que concedió el pasado día 27 a Le Figaro y en la cual, tras expresiones de firmeza antiterrorista que eran de rigor, dejaba caer: "El resurgimiento del problema de los nacionalismos se produce en un continente reunificado, donde los demás problemas desaparecen poco a poco. Es una amenaza para la Europa de los Estados-nación". Los redactores del diario francés captaron bien el mensaje cuando titularon Aznar: le séparatisme ménace l'Europe.

¿Problema de los nacionalismos? ¿Amenaza separatista? ¿Pero no habíamos quedado en que todos los fines políticos son lícitos si se persiguen democráticamente, en que lo inadmisible es quererlos conquistar a bombazos y a tiros? ¿Y cómo puede el jefe del Gobierno de un Estado constitucionalmente autonómico, formado por "nacionalidades y regiones", erigirse en paladín de los Estados-nación e incluso sentar cátedra de jacobino... en París? A estas alturas de la temporada, ¿queda aún algún ingenuo que crea que lo de las matrículas de los coches es una anécdota? No, no es una anécdota; es un síntoma.

Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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