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Viajar en tren

LUIS MANUEL RUIZPara viajar, la literatura prefiere el tren: ese medio de transporte está aureolado del antiguo romanticismo que suponemos en los poetas, en las mujeres fatales, en los curtidos aventureros cuyas peripecias y desengaños pueblan las páginas de nuestras novelas favoritas. No se nos ocurre concebir un lugar más apropiado como decorado de nuestras fantasías que esos vagones vetustos, recubiertos de maderas nobles y tapicerías amarantas, donde se fuma sin cesar y se descorchan botellas de vino, donde los hombres se calzan los monóculos para mirar mejor a misteriosas mujeres envueltas en visones. Sólo el barco puede competir con el tren en el podio de la imaginación literaria: Conrad y Kipling nos han traído héroes cuyo medio natural era el aire cargado de sal y que se asfixiarían en el interior de un trozo de madera que arrastra una locomotora. Pero como yo, Antonio Orejudo, reciente ganador del Premio Andalucía de novela, ha sido fiel al ferrocarril, lo ha preferido a cualquier otro transporte en la novela que le ha conseguido el galardón, cuyo título insuperable es Ventajas de viajar en tren. Algún día se escribirá la historia de ese género menor que son los títulos: Orejudo figurará en ella en un merecido primer puesto.

La noche de la presentación del libro, en Sevilla, Orejudo afirmó ante el micrófono que a la poderosa entidad bancaria patrocinadora del concurso le convenía premiar una obra como la suya, destacable principalmente por su vena satírica y gamberra. Tenía razón: ninguna otra maniobra mejor podía hallar la delegación cultural del banco para realizar el necesario lavado de cara a una institución que prefiere con mucho las cifras a las letras, y que suele interesarse en éstas sólo cuando pasan por la caja. Al recorrer la novela, el lector se da cuenta de la profundidad de la paradoja. Yo siempre recuerdo el ataque de risa entreverada de vergüenza que me produjo encontrar, en la última página de El hombre unidimensional, de Marcuse, el agradecimiento del autor a la Fundación Rockefeller, que le había permitido redactar la obra cumbre contra las maldades del capitalismo; con idéntico asombro y regocijo, hallamos que los bancos distinguen ahora a un autor que se señala por su odio cerval a todas las convenciones, también las bancarias, y que dispara la misma cantidad de metralla contra las oenegés, los críticos literarios, las gestiones de los gobiernos, la tremenda globalización que llena las calles de Praga de hogueras y piquetes.

Quien la recorra, dirá que la de Orejudo es una obra de locos: disparates que se suceden sin cuento, personajes que mueren para reaparecer luego, teorías dadaístas sobre la naturaleza del hombre y su connaturalidad con la basura. Y es que se trata de la eterna protesta del loco, presente en nuestras literaturas desde tiempos muy remotos, la del paria, la del sujeto excluido de la sociedad por su falta de adecuación a lo que todos consideran saludable y establecido, y al que se le deja barbotar y lanzar exabruptos porque, dicen, sus palabras carecen de sentido. Pero por boca de los locos, los borrachos y los niños habla siempre la verdad, como enseñan los chamanes de toda la tierra, y aquello que nos parece falto de sentido simplemente está reclamando una interpretación más profunda.

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