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Refugio en sagrado

ALEJANDRO V. GARCÍAAlgo falla cuando hay que acudir a misa de doce para defender la dignidad de las personas; cuando vienen en peregrinación sacerdotes y obispos a socorrer a las víctimas de las fronteras españolas. Desde el 20 de septiembre una parroquia de barrio, allá en San José, en tierras de Almería, se ha convertido en refugio de un grupo de inmigrantes ilegales. Desde el púlpito, la palabra humanitaria de un sacerdote ha mitigado el hueco que deja la inacción política y la torpeza social. No es que la intervención de la Iglesia no sea adecuada ni la largueza del párroco innecesaria. Al contrario. Lo que alarma es que la Iglesia se haya convertido en la única institución capaz de socorrer efizcamente a un puñado de extranjeros desahuciados y solos, que han agotado todos sus recursos en un país civilizado, salvo el que ofrecen las religiones.

La cristiana, ha dicho el párroco en su homilía, recompensará en el más allá a los vecinos que accedan a que dos inmigrantes diarios usen los aseos de su casa. ¡Qué mezquindad! ¡La gloria por soportar dos meadas ajenas!

Me pregunto qué ha dejado de funcionar en nuestra sociedad -espléndida, tolerante, laica, culta- para que la nueva clase de marginados haya tenido que buscar refugio en los templos y los párrocos hayan tenido que echar mano de la vieja doctrina de la recompensa eterna para convencer al vecindario de que no fracture los principios de la fraternidad y la igualdad. Los problemas sociales, por enrevesados que sean, corresponden resolverlos a las instituciones civiles. Yo confío más en los Parlamentos que en los púlpitos para solucionar los conflictos de naturaleza material. Sin embargo, cuando los gobiernos fallan, las legislaciones son insuficientes y los marginados gastan todas las esperanzas puestas en solicitudes y en permisos de residencia, es el turno de las parroquias que abren sus puertas y acogen a los desesperados que sólo creen en la eficacia inmediata de la misericordia.

Uno ha recordado al ver a los inmigrantes tendidos en las puertas del templo de Almería los últimos años de la dictadura y los primeros de la transición cuando las iglesias, y aquellos que se denominaban entonces curas obreros, acogían a los huelguistas, les daban techo para las vigilias y hasta las sacristías para las asambleas clandestinas. También he pensado en las misiones católicas en ciertos países latinoamericanos y en las ayudas rudimentarias que reciben.

Me resisto a creer que no hay una solución política para la tragedia de la inmigración, legal o ilegal. Pienso más bien que hay políticos incapaces, que miran hacia otro lado, que eluden la responsabilidad para la que han sido elegidos o que carecen del desprendimiento suficiente como para involucrarse en un asunto doloroso que no ha hecho sino comenzar y que quién sabe cómo evolucionará. Si realmente los gobernantes, atrapados en su propia contradicción, no saben qué hacer con los hambrientos que reclaman la seguridad civil habrá que empezar a ir a misa de doce y agitar las supersticiones del más allá para ablandar los corazones.

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