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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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Debilidades en la evaluación universitaria

La autonomía universitaria y la libertad de cátedra constituyen dos conceptos básicos en la vertebración de la educación superior en nuestro sistema público. Ambos salvaguardan la libertad e independencia de pensamiento, principio básico que ha de presidir cualquier actividad intelectual. Es este pensamiento libre el que permite el progreso en el conocimiento y el que genera el clima que necesita la adecuada transmisión y aprehensión de ideas. Pero el uso inadecuado de estos dos conceptos en la actividad ordinaria de las universidades genera en ocasiones una serie de distorsiones que pueden menoscabar la satisfacción de la función social que les ha sido encomendada. La iniciación de la cultura de la calidad en nuestro sistema universitario incrementa el riesgo de aparición de este tipo de reacciones.Nadie discute que la evaluación constituye un requisito necesario, aunque incómodo, para asegurar la calidad de cualquier producto o servicio. La novedad estriba en que esta preocupación ha comenzado a trasladarse al sector público, proceso que constituye todo un reto si se tiene en cuenta que sus órganos de dirección no tienen la misma capacidad ejecutiva en la toma de decisiones ni en su posterior aplicación que en el sector privado. Esta 'debilidad', derivada de la propia estructura de estos sistemas, cobra más relevancia si cabe en el caso de las universidades.

La organización de las universidades públicas se articula en torno a dos niveles estructurales sin dependencia orgánica entre sí: los centros y los departamentos, unidades con una amplia autonomía de decisión cuyos objetivos funcionales difieren y, en ocasiones, se contraponen entre sí.Todos ellos están representados en los tres órganos generales de gobierno: Claustro, Junta de Gobierno y Consejo Social. A esta estructura se suma una subestructura formada por las cátedras o grupos de trabajo, no representadas como tales en los órganos de gobierno y cuya influencia, en principio, debería circunscribirse al terreno de la creación y transmisión del conocimiento. Sin embargo, en torno a ellas tienden a constituirse focos de poder piramidal que, parapetados en ocasiones en una malentendida libertad de cátedra, llegan a atribuirse funciones propias de los órganos de representación, tratando de hacer primar sus intereses frente a los del conjunto de la universidad.

Un rápido repaso a este complejo entramado es suficiente como para ilustrar el grado de dificultad que entraña gobernar una institución de esta naturaleza. Si la gestión ordinaria encuentra obstáculos, qué no sucederá con aquellas iniciativas que pretenden someter a toda la estructura, incluidas las cátedras, a un proceso de evaluación. La experiencia que empieza a tener nuestro país en este campo ha permitido constatar ya algunas de sus limitaciones.

En 1996 comenzó a aplicarse un Plan Nacional de Evaluación propuesto por el Consejo de Universidades, con el objetivo de introducir mejoras en la actividad global de las instituciones universitarias, mediante el análisis individualizado de sus titulaciones. A punto ya de finalizar, el Plan constituye una experiencia de enorme valía por la información orientativa que nos ha ofrecido y porque ha contribuido a extender una cierta 'cultura de evaluación'. Sin embargo, se han detectado una serie de carencias impensables en un proceso de calidad convencional, que en su mayoría son achacables a las 'debilidades' del propio sistema universitario: la ausencia de un método sistemático de recogida de datos que sustente la evaluación; la falta de mecanismos de validación de la información; la inexistencia de un plan de seguimiento de las acciones de mejora; o la voluntariedad en la participación. Cuando algunas universidades han avanzado en el proceso con instrumentos propios o complementarios se han encontrado con numerosos escollos relacionados con las debilidades descritas en estas líneas.

Por estos motivos, parece esencial que en torno a cada universidad se defina un marco de actuación que garantice la continuidad de las iniciativas tomadas. Es la sociedad, representada por las administraciones autonómicas, la que debe exigir la aplicación continuada de estas herramientas de evaluación, facilitando los medios que permitan atender, al menos, una serie de objetivos básicos: aseguramiento de unos niveles adecuados de calidad en la docencia y la investigación; definición de indicadores objetivos para poder medirlos; creación de organismos de seguimiento de las medidas correctoras; y divulgación pública de los resultados. Y todo ello, bajo la premisa de que la evaluación ha de ser revisada de forma permanente. El propio Informe Universidad 2000 sugiere que este compromiso quede patente en el plan estratégico de cada universidad, en el que deben quedar sentadas las bases de una financiación por objetivos que garantice un proceso de mejora. En este contexto surge otra de las debilidades apuntadas en el inicio de estas reflexiones: entre la autonomía universitaria y las acciones de los gobiernos regionales se abre un espacio donde cabe la indefinición de objetivos y en el que se pueden diluir los derechos y deberes existentes sobre y para las universidades. Pero esta otra dificultad tiene la suficiente entidad como para merecer un debate propio.

Federico Gutiérrez-Solana Salcedo es vicerrector de Profesorado de la Universidad de Cantabria.

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