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Tribuna
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La espita

"El Tribunal Superior de Justicia de Madrid acaba de abrir la espita de los orines". Esta expresión un tanto asquerosita es la que empleó un funcionario municipal tras conocer la sentencia que anulaba una multa del Ayuntamiento de Madrid por mear en la vía pública. El autor de la polémica micción es un chaval llamado David que entonces tenía 17 años y los hechos se remontan al 28 de junio de 1996. Esa noche de incipiente estío, David y su pandilla celebraban el final de los exámenes de selectividad. Caminaban por el paseo de Moret en plena euforia juvenil cuando el acusado y uno de sus amigos coincidieron en la necesidad imperiosa de vaciar sus respectivas vejigas. Ambos cruzaron la calle y se adentraron en el parque del Oeste hasta alcanzar unos arbustos situados tras un grueso árbol. Aquel rincón les pareció suficientemente discreto para realizar la operación que cada cual emprendió con su instrumento correspondiente. Empezaron a la vez, pero no tardaron lo mismo: David mantenía aún el chorro vigente cuando su acompañante manipulaba ya el cierre de la bragueta iniciando la retirada camino del paseo de Moret. Allí le abordaron dos policías municipales exigiéndole el carné de identidad para multarle. Detrás iría David. Los guardias siempre imponen, pero ninguno de los dos adolescentes pensó en aquel momento que el encuentro con los agentes pasaría a mayores. Se equivocaron. Un año después de aquella noche de autos recibían la notificación oficial del Ayuntamiento de Madrid en la que el propio alcalde, José María Alvarez del Manzano, firmaba un decreto imponiéndoles multas de 25.000 pesetas por "un acto indecoroso". Puede que no exista un concepto más subjetivo que el del decoro. La historia nos demuestra con ejemplos desternillantes que lo que antes resultaba tremendamente indecoroso o incluso obsceno hoy no plantea el menor rechazo social. De aquellas pioneras del biquini a las que perseguían implacables los policías de Benidorm bajo la acusación de escándalo público a las jóvenes, y no tan jóvenes, que hoy corretean por las playas con las domingas al viento median cuatro intensas décadas de evolución mental. Sin embargo, el de orinar no es un acto social, sino una necesidad fisiológica cuya ejecución ha de realizarse teóricamente con la mayor privacidad. Una norma cultural que incumplen sin ir más lejos los wáteres públicos masculinos, cuyos urinarios de pared no permiten reserva alguna. La disposición física de esos sanitarios sin elementos separadores y tan próximos unos a otros no sólo obliga a compartir tan íntimo momento con cualquier desconocido, sino que además te pone en riesgo de que salpique. Hay en este asunto otro factor a considerar que resultó determinante en la sentencia judicial; me refiero a la incontinencia, vulgarmente conocida como apretón. Según parece, los chicos estaban a punto de reventar, y, antes que sufrir un desgarro en la vejiga o hacérselo en los pantalones piernas abajo, optaron por una solución de emergencia. Circunstancia comprometida que todos los humanos hemos vivido alguna vez y cuya resolución, por urgente que sea, ha de resultar lo más respetuosa y menos molesta posible para el resto de los ciudadanos. El domingo pasado me dejó absorto el descaro de un individuo que viajaba con su novia en automóvil por la avenida de la Ilustración. Acababa de atravesar el paso subterráneo de la carretera de Colmenar y alcanzar la gran pradera en cuesta situada frente al hospital Ramón y Cajal. Paró el coche en el arcén, se bajó, subió unos metros andando hasta situarse en el punto más visible de la pendiente y, sin recato alguno y a la vista de todos, sacó el instrumental para mear. Por la elevada intensidad circulatoria del momento en que se produjo la secuencia y el tiempo empleado en la micción, que ejecutó con especial parsimonia, calculé en unos trescientos el número de casuales e involuntarios espectadores. Es evidente que el tipo estaba orgulloso de su equipamiento y que le resultaba insuficiente el reconocimiento de la novia. Él habría merecido los cinco mil duros de multa que le impusieron a David y a su amigo, y no por indecoroso, sino por imbécil. Los agentes municipales del paseo de Moret no supieron aplicar una norma cuya interpretación requiere algo tan simple como el sentido común. Las multitudes no mearán las calles porque la micción clandestina de dos chavales en un parque haya quedado impune en los tribunales. La espita de los orines seguirá cerrada. Aunque a veces gotee.

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