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Tribuna:
Tribuna
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¿Quién gana y quién pierde con la globalización?

Creo muy conveniente hacer una serie de consideraciones sobre qué personas tienden a ser afectadas, positiva o negativamente, por el creciente proceso de globalización de la economía mundial. La razón de hacerlo deriva de la excesiva virulencia con que se están desarrollando las manifestaciones, de momento muy minoritarias, contra dicho proceso, centradas especialmente en todas las reuniones de las instituciones internacionales que se crearon en Bretton Woods en 1945 (Banco Mundial y FMI) o de la Organización Mundial del Comercio (OMC), heredera de otra de aquéllas: el GATT.Trato aquí de lanzar unas ideas muy generales y necesariamente burdas, pero que dan una indicación aproximada de por qué se dan tales protestas y de si responden, en todos los casos, a intereses legítimos o a percepciones erróneas.

Para ello, me veo obligado a hacer una clasificación simplista de los países entre desarrollados y en desarrollo y de las personas entre capitalistas, es decir, que viven predominantemente de las rentas del capital propio invertido, y trabajadores, es decir, que viven fundamentalmente de las remuneraciones que perciben por su trabajo.

Naturalmente, hoy muchos trabajadores complementan sus salarios y sus pensiones de jubilación con las rentas del capital de sus ahorros invertidos, con lo que la distinción es demasiado esquemática. Dentro de los trabajadores distingo, asimismo, a aquellos que se pueden clasificar, genéricamente, como cualificados por su mayor nivel de estudios y de formación profesional y aquellos que se consideran como no cualificados, es decir, que tienen un nivel de estudios o formación bajo o casi inexistente. Esta clasificación no representa tampoco adecuadamente la realidad, ya que la cualificación de los trabajadores es un continuum de menor a mayor, sin que se puedan hacer discriminaciones tajantes. En definitiva, ambas están basadas en que las personas dispongan de mayor o menor capital físico y mayor o menor capital humano acumulados y en que los países estén más o menos desarrollados no sólo en términos de renta por habitante, sino de instituciones políticas, jurídicas y sociales.

Lo que esencialmente hace la globalización es aumentar la competencia entre las empresas a través de la mayor movilidad de los bienes y servicios, del capital y las nuevas tecnologías que permiten que compitan las empresas con mayor facilidad y menor coste en muchos países a la vez. Esta competencia se extiende a los capitales que las financian (bien participando en su capital, bien comprando su deuda o suministrándoles créditos y préstamos), así como entre las personas que trabajan en ellas, bien como empleados directos o como suministradores externos de bienes y servicios profesionales.

También la globalización aumenta la competencia entre los países para conseguir atraer mayores volúmenes de capital extranjero para poder complementar su ahorro nacional tanto en forma de inversión directa extranjera como de inversión de cartera, préstamos, colocación de deuda, etcétera, y para conseguir mayores dotaciones extranjeras de tecnología y de capital humano. Es decir, por alcanzar mayores dotaciones de factores de producción, esenciales para crecer a un mayor ritmo. Obviamente, tanto aquellos países que tienen instituciones democráticas más consolidadas y solventes, es decir, sistemas judiciales y legales que sean justos y eficientes y que reconozcan y defiendan la propiedad privada, la libertad económica y la seguridad jurídica y ciudadana, como aquellos países que tienen políticas económicas que priman la educación y la formación, que son más abiertas al negocio internacional más estables, son los que suelen obtener mayores flujos de inversión, tecnología y capital humano extranjeros, frente a los que no disponen de dichas instituciones y políticas democráticas.

En este contexto de creciente globalización y de mayor competencia, la primera conclusión es que sus principales ganadores son todos los consumidores del mundo, ya que los precios de los bienes y servicios tenderán a caer y, por tanto, aumentará su capacidad de compra, o, lo que es lo mismo, sus rentas reales, ya que el nivel de precios será menor. La razón es clara: a mayor volumen de comercio, la competencia aumentará, los precios de los bienes y servicios serán más bajos, su calidad más elevada y la capacidad de elección será mayor, y a mayores flujos de capital, el coste del capital será menor, al haber mayor abundancia del mismo, con lo que será menos costoso para las familias de todo el mundo endeudarse para invertir o consumir, siempre que vaya desapareciendo la segmentación actual de los mercados financieros.

Éste es sin duda el aspecto más beneficioso y universal de la globalización. Todos los habitantes del mundo, en tanto que consumidores y prestatarios, salen beneficiados de unos precios menores de los bienes y servicios y de unos tipos y márgenes de interés más bajos. Lógicamente saldrán más beneficiados los consumidores de los países en los que el nivel de competencia es mayor, es decir, de los países desarrollados y de muchos en desarrollo muy abiertos a la competencia, que los de los países con un menor nivel.

En segundo lugar, los capitalistas de los países desarrollados también saldrán claramente beneficiados, salvo que sean accionistas de empresas que no puedan sobrevivir a la competencia derivada de la globalización. En general, en los países desarrollados, los perceptores de rentas del capital tendrán dos tipos de ventajas respecto de los perceptores de rentas del trabajo. La primera es que la libre movilidad del capital les permite invertir allí donde tenga una mayor rentabilidad y, mediante una diversificación adecuada, reducir el riesgo de sus inversiones, bien deslocalizando industrias o servicios o invirtiendo en países con mayor rentabilidad derivada de la existencia de una segmentación de los mercados de capital o de una menor competencia. La segunda es que, con la globalización e Internet, es más difícil de gravar fiscalmente al capital que al trabajo, ya que el primero es intangible y muchísimo más móvil y ubicuo que el segundo.

Por el contrario, los perceptores de salarios, que tienen mucha menor movilidad, no pueden escapar a la fiscalidad y tienden a sufrir tanto las recesiones en los países en los que trabajan como la deslocalización de algunas empresas o de parte de ellas, siempre que no se deslocalicen ellos también.

En tercer lugar, los trabajadores más cualificados de los países desarrollados también saldrán favorecidos, ya que podrán adaptarse con mayor facilidad a la nueva revolución tecnológica y a la internacionalización y podrán especializarse en las industrias o los servicios de mayor nivel tecnológico y

de mayor competitividad, aumentando en mayor medida su productividad y sus salarios.

Por el contrario, los trabajadores menos cualificados de los países desarrollados tendrán dificultades en adaptarse a las nuevas tecnologías y a la internacionalización productiva y tendrán que conformarse con trabajos de menor productividad y menor salario o podrán quedar desempleados si trabajan en empresas intensivas en mano de obra no cualificada que no pueden competir con las empresas de los países en desarrollo que también emplean trabajadores poco cualificados, pero con salarios menores, mayor número de horas de trabajo y una productividad igual o superior.

En cuarto lugar, los capitalistas de los países en desarrollo saldrán menos favorecidos que los de los países desarrollados ya que todavía actúan, en buena parte, en situaciones de escasa competencia, de muy laxa regulación, cuando no de corrupción, y obtienen márgenes muy elevados que serán rápidamente reducidos por la aparición de nuevos capitales extranjeros que producirán localmente en mejores condiciones de calidad y precio, y por la importación de productos o servicios de países terceros más competitivos con los que no puede competir la producción local con los márgenes actuales.

Finalmente, la gran mayoría de los trabajadores de los países en desarrollo saldrán beneficiados con la globalización. Muchos de ellos dejarán de estar parados o subempleados y los que están trabajando verán sus salarios y rentas mejorar ya que, por un lado, se exportarán mayores volúmenes de bienes y servicios a los países desarrollados, lo que aumentará su demanda de trabajo para hacer frente a dicho incrementos de la producción y la exportación y, por otro, se recibirá una mayor inversión directa extranjera que también aumentará la demanda de trabajo, pagará mayores salarios que la media de las empresas nacionales y aportará formación y tecnología.

Además, muchos de ellos evitarán la emigración forzada ya que podrán encontrar más empleo local conforme aumenta el proceso de globalización, incrementando el peso de su mano de obra imbuída en los bienes y servicios exportados y recibiendo mayores flujos de capital.

Por tanto, a primera vista y de una forma muy esquemática, se puede llegar a la conclusión de que son muchísimo más numerosos los que ganan que los que pierden con la globalización. Casi todos ganan como consumidores y sólo algunos de ellos pierden como productores.

El gran reto del siglo XXI va a ser, sin duda, saber utilizar los beneficios extraordinarios que van a aportar la actual revolución tecnológica y la globalización para buscar formas e instituciones que aumenten la solidaridad mundial y que superen situaciones de fuerte agravio comparativo, como las que existen actualmente, evitando que halla perdedores netos y que se detenga el proceso de globalización y que se repita otro período tan siniestro como el que se vivió entre 1914 y 1945, con dos guerra mundiales y una gran depresión.

Es un reto difícil pero superable. No se trata de limitar el enorme potencial de crecimiento y de convergencia que pueden aportar la globalización y la revolución tecnológica sino de crear un mundo más solidario y evitar que produzcan perdedores netos.

Guillermo de la Dehesa es presidente del Center for Economic Police Research (CEPR).

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