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Tribuna
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Los de Madrid

Elvira Lindo

Está claro: la libertad que no se ejerce se acaba perdiendo. La autocensura acaba siendo cómplice de la censura exterior, y de pronto un día, cuando uno siente la necesidad casi física de decir lo que piensa, se da cuenta de que es mucho más difícil.Estoy hablando del País Vasco, y hablo también de las gentes de Madrid; por un exceso de prudencia, o porque nos hemos ido acomodando a callar cada vez que alguien nos paraba los pies de nuestras opiniones con el clásico: "Es que no se puede hablar desde fuera; es que aquí no tenéis ni idea de lo que pasa allí; es que desde Madrid las cosas se ven muy distintas; es que aquí ha habido un sufrimiento que en Madrid no podéis entender...".

Así es. En Madrid hemos aceptado la culpa que se nos imponía de ciudad centralista, administrativa, con cierta resaca franquista, y una mala conciencia heredada y cultivada en la transición nos ha llevado a poner en duda a veces hasta nuestras propias opiniones.

Pero hay gente que el pasado sábado atendió a la llamada de los que desde el País Vasco piensan que este asunto es de todos, y tomó un tren, un coche, para plantarse en la calle en San Sebastián. Los de Madrid llegaron como apoyo moral, y a pesar de que algún dirigente nacionalista (era previsible) calificó a los visitantes de "colonos, franquistas, amantes de la represión policial, o enemigos de la cultura euskaldún", había otros vascos (tan vascos como los primeros) que en la calle se te acercaban para darte las gracias, sin levantar mucho la voz, con la costumbre del miedo incorporada a todas las pequeñas acciones de la vida, personas que se sentían emocionadas por esos autobuses que llegaron de Valencia o de Bilbao; gente que, por un día, se pensaba amparada por la presencia de Pedro Almodóvar en la cabecera de la manifestación o de un escritor como Eduardo Mendoza.

No creo que las figuras públicas que acudieron a recorrer pacíficamente las calles donostiarras pensaran lo mismo, al contrario, pero nadie estaba dispuesto a anteponer sus diferencias ideológicas, ni sus intenciones de voto al fin por el que estábamos allí.

Puedo asegurar que de la gente de la cultura allí presente, nadie tenía un interés personal en mostrar su rostro en aquel concurrido paseo cívico. Nadie iba a conseguir un trabajo, ni a pillar una subvención, ni a adquirir notoriedad.

La notoriedad en la lucha antiterrorista, aunque sólo sea de palabra, a veces tiene su precio. Y tampoco creo que todo el mundo esté de acuerdo con la redacción de la Constitución española al cien por cien. Qué estupidez discutir esto ahora. Había un deseo común, tan desprovisto de intereses partidistas como el que quiero expresar yo aquí, el deseo no sólo de que no se siga matando (eso puede parecer un sueño inalcazable), sino de que las víctimas no se sientan solas.

Y cuando digo víctimas no me refiero únicamente a los familiares de los que ya han muerto, también son víctimas aquellos que han de cambiar de ciudad, abandonar su negocio, que han de escuchar insultos por la calle, que deben vivir con guardaespaldas para preservar a diario su vida.

Cada vez que un político, que una persona pública, desde su tribuna pone en cuestión la presencia de "los de Madrid" en la manifestación, acogiéndose al hecho de que nuestra Constitución es imperfecta, aludiendo a su republicanismo (como si fuera una idea original: muchos la llevamos en el corazón), me gustaría haber contestado por todos los que vinieron, los que piensan igual que yo, y los que piensan distinto, que a nadie le gusta viajar a otra ciudad para manifestarse, que hay otras cosas que hacer que pueden ser más gratificantes, otros paseos turísticos, incluso menos peligrosos, pero uno viaja y da la cara, y si hay alguna recompensa por el esfuerzo, es esa señora, ese señor que caminando a tu lado, manifestándose a pesar del miedo, te da las gracias por acompañarles. Cómo explicarles a algunos dirigentes del País Vasco que algunos de Madrid nos sentimos en aquellos momentos como si estuviéramos en nuestra casa.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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