Luces y sombras ANTONI PUIGVERD
Después de morir, las frágiles víctimas de ETA, especialmente los anónimos concejales, como nuestro José Luis Ruiz Casado, proyectan durante un par de días una luz muy cálida. Mientras los medios de comunicación nos muestran fotografías de sus rostros poco acostumbrados a los focos, mientras contemplamos el llanto de las viudas, el desmayo de las madres, la muda perplejidad de los hijos, los periodistas narran algunos detalles de sus vidas. Son, generalmente, vidas menores y discretas, pero, con la muerte, revelan un brillo pedagógico. Los gestos diarios de estos anónimos personajes adquieren, al ser teñidos de sangre, la fuerza carismática de los grandes gestos. Ruiz Casado dedicaba los ratos libres a trabajar por su ciudad; conmovido por la paupérrima situación del barrio de La Mina, participaba en la plataforma que trata de dignificarlo; lejos de pertrecharse en sus convicciones, mantenía amistad cordial con los miembros de los partidos rivales. Actitudes muy parecidas a las de José Luis son propias de la mayoría de nuestros políticos locales. Con su mismo estilo, con análoga dedicación, muchos ciudadanos ayudan a mantener, en su oscuro y generoso quehacer diario, la vitalidad de asociaciones cívicas, deportivas, políticas o culturales. Es paradójico, pero los atentados etarras producen un efecto embellecedor: robustecen nuestra anémica fe democrática, vitaminizan nuestra frágil conciencia ciudadana. Los terroristas de ETA se embrutecen y envilecen más y más con sus crueles atentados, con su asquerosa violencia compulsiva, pero, a su pesar, enfatizan la belleza moral de estos concejales menores, desconocidos pilares del sistema constitucional.Aunque sea durante un par de días, las víctimas de ETA presiden el Olimpo democrático. Se convierten en luminosos protagonistas del santoral civil. Incluso algunos pequeños detalles domésticos se proyectan con un halo delicioso y conmovedor. Ahí está José Luis Ruiz Casado, según crónica de la excelente periodista Anna Díaz Gabarrón: corriendo por el lateral del campo de fútbol de los Hermanos de San Gabriel y pasando la pelota al actual alcalde, el socialista Jesús M. Cangas. Ahí está, también, en su empresa de transportes, tan serio y cabal que muchos de sus compañeros se extrañan al descubrir que ejercía un pequeño cargo político. Ahí está dedicándose con pasión a sus dos hijos junto con su mujer, Piedad. En estos sencillos detalles que nunca habríamos conocido, el cadáver de José Luis nos reconforta. Diariamente descubrimos las miserias, las bajezas y las torpezas de la vida política y civil; pero cada atentado nos descubre a un héroe anónimo que rescata la política de las basuras diarias. A pesar de la descorazonadora rutina con que se producen, los atentados nos causan esta ambivalente sensación: las muertes nos duelen y deprimen, pero contribuyen, con su ejemplar modestia trágica, a recuperar la confianza en la condición humana.
La luz embellecedora de las víctimas apenas nos conmueve unos días. En seguida regresamos a la oscura y pegagosa mezquindad. Es inevitable. Es tópico recordar que los humanos damos lo mejor (entrega, afecto, solidaridad) en situaciones extremas y difíciles, mientras que en situaciones cómodas mostramos un perfil más repelente y cicatero. Y sin embargo, contra los peligros de la indiferencia y el enquistamiento, hay que hacerse la pregunta: ¿no sería posible prorrogar la cálida luz que proyectan las víctimas para construir respuestas éticas, respuestas civiles, más que políticas, contra el fanatismo asfixiante y homicida? ¿Es posible construir un mayoritario y estable frente civil a favor del sagrado derecho de la vida, el primero en la jerarquía de los derechos? Las gentes de a pie, que contemplan por televisión el rutinario paisaje de las muertes, no pueden articular nada más que estupefacción y dolor (y también, naturalmente, odio, sentimiento peligrosísimo: se lanzaron el día del asesinato en Sant Adrià bastantes gritos a favor de la pena de muerte y Aznar, en un gesto que le honra, apretó repetidamente el dedo índice contra los labios reclamando silencio). Los partidos se lanzan mutuas acusaciones, aunque ninguno de ellos está libre de pecado democrático. Las dos jugadas del siniesto capítulo actual no son simétricas, pero ambas son peligrosas y excluyentes: la fracasada excursión a Lizarra del PNV acompañando a los fanáticos de EH; el furioso embate de Mayor contra el nacionalismo en su globalidad. El PP (y el PSOE) ponen los muertos. El miedo y el dolor justifican muchas respuestas viscerales. Pero no parece muy lúcido defender una salida que exige, previamente, del PNV que se arrodille abjurando de su credo. Lo verdaderamente sensato por parte del PP hubiera sido facilitar, lejos de los focos, una salida airosa al PNV que le permitiera abrazarse con naturalidad al frente democrático.
Siendo como es evidente que la clase política democrática se ha mostrado incapaz de encontrar durante tantos años un camino unitario, parece del todo necesaria la creación de un gran frente cívico avalado por personalidades de gran relieve internacional que reconduzca el torbellino (el País Vasco ya no es un laberinto: parece un abismo). La plataforma ¡Basta ya! podría llegar a ser este frente cívico. De entrada, es un movimiento defensivo que se enfrenta a la intolerable presión que sufren los que no comulgan con la visión batasuna. Pero, en un segundo momento, esta plataforma debería ayudar a rellenar la zanja que separa a los nacionalistas de los no nacionalistas. No debería contribuir a convertirla en irreparable foso. Se convertirá en un frente de pacificación si logra incorporar a los sectores culturales y cívicos del nacionalismo democrático; si, en lugar de criminalizarlos, intenta seducirlos. Terminado el artículo (lo escribo en viernes), marcharé a San Sebastián. Es obvio que el PP intentará rentabilizar la manifestación; y es obvio que algunos intelectuales convocantes (Juaristi, por ejemplo) están respondiendo más a sus castigadas vísceras que a su notable inteligencia. Pero la causa no sólo es noble y justa, es también necesaria. Antes que nada, hay que acompañar a los que sufren. Las palabras no bastan.
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