Literatura sobre ruedas JOAN DE SAGARRA
La Liga de fútbol, la Liga de Campeones, el comienzo de los Juegos de Sydney..., todo parece haberse confabulado para dejar en un tercer o cuarto plano la hazaña de Roberto Heras, un salmantino -de Béjar- de 26 años que acaba de ganar la Vuelta Ciclista a España del año 2000. Con Heras, un escalador, se rompe el dominio de los contrarrelojistas en la prueba española y empieza a vislumbrarse un ciclismo distinto, que nos devuelve a los años gloriosos de Perico Delgado. Heras puede ganar el Giro y, con algo de suerte, el Tour, siempre que no se abuse de las etapas a contrarreloj planas, que es el punto débil del bejarano.He seguido la Vuelta en la televisión. Algunas de las imágenes son espléndidas, pero a pesar de la profesionalidad de los comentaristas, verdaderos expertos en ciclismo, ha llegado un punto en el que, como me ocurrió el año anterior, y el otro, y el otro, y..., he optado por dejar la imagen y quitar el sonido (como hago habitualmente en la retransmisión de partidos de fútbol, de manera especial si los retransmite TV-3).
¿A qué es debida tan caprichosa e incoherente decisión, teniendo en cuenta la profesionalidad de los comentaristas? Me explicaré. Yo empecé a seguir el Tour, el Giro y la Vuelta -¡y la Volta!-, por ese orden, en los papeles, y la mayoría de las veces, sobre todo en el Tour y en el Giro, leyendo las crónicas de escritores como Antoine Blondin o Dino Buzzati. Era una época sin televisión, en que las grandes carreras ciclistas se seguían por la radio o por la prensa. Yo, de niño, escogí la prensa, donde los participantes en esas carreras eran tratados como héroes, los héroes de la carretera, los gigantes de la montaña, en un estilo épico.
Tal vez fueron esos personajes -que yo no podía ver, contrariamente a los jugadores del Barça, a los que algún que otro domingo iba a ver al campo de Les Corts-, esos héroes de los que sólo había visto una foto, especialmente si sufrían algún accidente, una foto a veces no muy buena, lo que me hizo aficionarme al ciclismo -ciclismo pasivo, de voyeur, como me ocurre con el boxeo-. Unos héroes que la literatura, a veces descaradamente épica, de tal o cual cronista, me iba descubriendo, acercando a mi mundo personal, íntimo, como tal héroe literario o cinematográfico.
Viví la gran rivalidad entre los campeones Fausto Coppi y Gino Bartali siendo alumno del colegio de los jesuitas de Sarrià. Entre mis profesores, había un reverendo padre, valenciano, franquista declarado y descarado- había sido capellán castrense durante la "cruzada"-, el cual era un fanático de Coppi. Yo también lo era, pero, para llevarle la contraria, para hacerle rabiar, simulé ser fanático de Bartali. ¿Por qué? Pues porque Bartali era el ciclista de Pio XII. Le llamaban "el De Gasperi del ciclismo" y, gran devoto del culto mariano, había bautizado la primera bicicleta salida de su propia empresa con el nombre de Santamaria. No se pueden imaginar lo bien que me lo pasaba cuando, discutiendo sobre nuestros héroes respectivos con el padre-soldado -soldado de Íñigo de Loyola y de Francisco Franco-, le echaba en cara su pasión por un ciclista de izquierdas que había firmado artículos en L'Unità y había sido condenado por adúltero a dos meses de cárcel, que no cumplió; al que se le había retirado el pasaporte, impidiéndole acudir a ciertos circuitos internacionales, mientras a su querida, Giulia Occhini Locatelli, se la encerraba en la cárcel de Alessandria, se le impedía ver a sus dos hijos y era luego desterrada a Ancona para no "turbare" con su presencia, en Novi, a la familia católica del ciclista, con la obligación de presentarse cada domingo a las diez de la mañana, en el comisariado de policía. La pobre Giulia tuvo que emigrar a Argentina para parir allí a su hijo, hijo de ella y de Fausto. El reverendo padre-soldado me escuchaba escandalizado, santiguándose con una mano y con la otra agarrándome de la solapa: "¿Quién te ha contado esas mentiras, hijo de...?", me decía el padre-soldado. "Viene en los periódicos, padre", le decía yo intentando contener la risa.
He contado esta anécdota -tan real como la mentira misma- para mostrarles que para un niño, un adolescente, en aquellos años sin televisión, gracias a L'Équipe y al Corriere, se podía practicar la épica ciclista y, a la vez, descubrir algo de política y de lo que jamás deben hacer los tribunales de los hombres con los adúlteros y las adúlteras de De Gasperi y del papa Pacelli.
Desde hace algunos años, en agosto, suelo refugiarme en un pueblo del Pallars Sobirà. Cazo mariposas, cojo frambuesas cuando las hay -este año ha llovido poco-, duermo con una manta de lana y ceno una sopa de pastor, es decir, una sopa de ajo. Ando de dos a cuatro kilómetros diarios por el bosque, juego al dominó y leo. Leo algún clásico -este año ha sido mi viejo amigo el cardenal de Retz- y los libros que encuentro en el pueblo, en una tienda en la que compro la prensa, las aspirinas, alguna que otra faria y un bote de miel. Este verano he comprado en la tienda un libro de apenas 150 páginas, Grimpaires sobre rodes, de Josep M. Cuenca Flores, editado por Garniseu, la editorial de Tremp que ya me había descubierto, en años anteriores, las historias de los cazabombarderos alemanes estrellados en los lagos del Pallars durante la II Guerra Mundial y las no menos patéticas historias de la caza del oso en los Pirineos catalanes.
Grimpaires sobre rodes, breve relato, erudito, apasionado y desapasionado a un tiempo, entre el paisaje pirenaico y el ciclismo, me devolvió por un par de horas -el tiempo que tardé en leerlo- la misma sensación de bienestar que, años atrás, me produjo la lectura de L'Équipe y del Corriere. Josep Maria Cuenca me devolvió a Joquim Olmos, al pobre Emili Martí, a Pérez Francés, a Luis Ocaña, a Perico Delgado, a Melcior Mauri..., con una verdad, con una emoción y una gracia que hace años añoraba. No es corriente leer un libro sobre ciclismo y sobre los Pirineos en el que, sin un ápice de pedantería, como lo más natural del mundo, se cita al poeta Ángel González y a Walter Benjamin: "Mai no podrem rescatar del tot allò que oblidem". Grimpaires sobre rodes lo consigue en parte, y ello le hace ser un libro curioso, distinto, dado el tema y la editorial, "de poble", pero, al menos para mí, un gran libro, entrañable, de una gran editorial.
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