Los peligros del 'bonismo' RAMÓN DE ESPAÑA
Como vivo en el centro de Barcelona, estoy acostumbrado a todo: obreros de la construcción que se comunican a berridos, gente que toca el claxon como si le fuera la vida en ello, hinchas del Barça que celebran las victorias de su equipo lanzando cohetes y gritando como posesos, hedores de fritanga procedentes de los bares aledaños, locos inofensivos que deambulan por el barrio cantando romanzas de zarzuela, músicos callejeros que perpetran el material del pobre Bob Dylan... Pero, de todas maneras, ayer detecté un ruido procedente de la calle de Mallorca muy superior al habitual.Me había levantado un poco melancólico y estaba intentando escuchar un disco de Nick Drake, aquel depresivo encantador que se murió a los 27 años de pena y de asco, pero no había manera de enterarse de nada: los bocinazos que se colaban por el balcón lo hacían imposible. ¿Qué demonios pasaba ayer que no sucediera cualquier otro día del año? Muy fácil: ayer se celebraba el Día sin Coches.
Como no había manera de deprimirse a gusto con Nick Drake y no quería iniciar una batalla antitráfico recurriendo a aquel amasijo de ruidos que un Lou Reed con ganas de agotar la paciencia de sus seguidores bautizó como Metal machine music, apagué el tocadiscos y salí a la calle para ver cómo celebraban los barceloneses el Día sin Coches. No tardé mucho en darme cuenta de que la reacción era la de prever: "¿Que me cierran las calles 1, 2 y 3? ¡Pues me lanzo a por las 4, 5 y 6 y salga el sol por Antequera!". La iniciativa municipal, cargada de progresismo y buen rollito, había sido contestada de la manera habitual por una ciudadanía convencida de que eso del pool (compartir coche entre tres o cuatro personas) es cosa de los extranjeros.
De todos modos, aunque lo políticamente correcto es tomarla con esos ciudadanos que no se bajan del coche ni para ir al retrete, me temo que el principal error de esta convocatoria es de los convocantes. Decidir, en aras del progresismo y del buen rollito, que un día dejamos todos el coche en casa y nos pasamos a la bicicleta, el transporte público o el patinete, demuestra no conocer muy bien a nuestros conciudadanos. Ayer la gente volvió a coger el coche por los motivos habituales: porque no hay metro que llegue hasta su lugar de trabajo, porque ya me dirás tú cómo llevo a mis tres monstruos al colegio en un autobús, porque tengo una serie de recados que hacer en distintos puntos de la ciudad o, sencillamente, porque me da la gana.
Otra cosa sería mentalizar al ciudadano, lenta y didácticamente, sobre las ventajas del paseo o del transporte público. Pero instaurar por decreto el Día sin Coches no es más que otra muestra de bonismo, no tan molesta como esas fiestas de la diversidad a las que acuden padres de familia con la servilleta palestina al cuello a comerse un cuscús servido por un negro que gustoso cambiaría tanta bondad de boquilla por un trabajo de blanco, pero igualmente inútil. De hecho, lo del Día sin Coches sigue la estela bonista de ese amor a la bicicleta que puso en marcha Maragall y sigue apoyando Clos, y que hasta el momento ha conseguido prodigios tales como que a uno le puedan atropellar en la Rambla de Catalunya o tenga que caminar por la calzada de la Diagonal porque la mitad del paseo está en obras y la otra es pasto de ciclistas.
Gracias al Día sin Coches, el tráfico en Barcelona fue ayer considerablemente más caótico que el resto del año. Eso sí, ya tenemos otra jornada hipócrita que añadir al Día sin Tabaco, el Día del Libro, el Día de la Mujer Trabajadora, el Día del Perro Policía y a cualquier otro día consagrado a todos esas cuestiones que el resto del año nos traen sin cuidado.
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