El fuego y las brasas
Las líneas maestras de las reformas legales aprobadas en principio por el Consejo de Ministros, el pasado viernes, para ampliar el ámbito de los comportamientos perseguibles como delitos y agravar las sanciones de los tipos ya existentes relacionados con el crimen organizado del terrorismo deberán ser analizadas con rigor y cautela por las fuerzas políticas y por los expertos jurídicos antes de prestar su conformidad. Pero una cosa es interrogarse sobre la constitucionalidad, la necesidad o la oportunidad de esas medidas y otra bien distinta descalificarlas de forma global y a título preventivo. Según el actual presidente del PNV, las anunciadas reformas, lejos de "apagar el fuego" terrorista, provocarán el efecto perverso de "espacir las brasas"; su mención a los "700 jóvenes vascos" encarcelados y al peligro de que esa cifra se incremente en varios millares hubiera merecido la contrapartida compasiva de recordar a los 800 niños, adolescentes, muchachos, adultos y ancianos asesinados por ETA. Mucho más adecuada para propagar incendios resulta, en cualquier caso, la disparatada equiparación realizada por Arzalluz entre la represión franquista y la actuación del Estado democrático de derecho. Si el núcleo de la trama política del nacionalismo radical en los municipios y el Parlamento vasco está formado por Euskal Herritarrok, su trama civil abarca desde las Gestoras pro Amnistía hasta un variopinto conglomerado de organizaciones editoriales, educativas, culturales, gastronómicas y deportivas: las tropas de choque juveniles de la kale borroka constituyen la trama paramilitar encargada de quemar establecimientos comerciales, viviendas particulares, equipamiento urbano, cajeros automáticos y autobuses. Esos focos de activismo radical no se limitan a elogiar o a justificar los crímenes de ETA; sirven de cantera a sus comandos, suministran información para la preparación de atentados, insultan a las víctimas, delatan a los discrepantes, amenazan a los demócratas e intimidan con su matonismo a los ciudadanos.
Aunque el derecho criminal debe respetar el principio de la intervención mínima y la subsidiariedad, no resulta difícil admitir que las conductas antes descritas rebasan los límites de la permisividad penal en cualquier sociedad civilizada. La legitimidad del Parlamento para elevar el techo de los comportamientos delictivos y agravar sus sanciones resulta también indiscutible, siempre que no desborde el marco de los derechos y libertades fundamentales; dejando a salvo la licitud y la pertinencia de las polémicas políticas y jurídicas en torno a la corrección legal de las reformas, conviene recordar que el Tribunal Constitucional tendrá siempre la última palabra decisoria sobre la cuestión.
Los aspectos relacionados con la adecuación constitucional de las medidas en curso no agotan el ámbito de discusión; especialmente delicada será la administración de la Ley del Menor por la Audiencia Nacional en los sumarios relacionados con la kale borroka. El anuncio de la futura aprobación de esas reformas no debería ser manejado dilatoriamente como coartada para disculpar la insuficiente aplicación en el País Vasco de la legalidad vigente. Es posible que el procedimiento más eficaz para impedir la evasión de los culpables por los intersticios de las actuales normas sea proceder a su modificación a fin de evitar equívocos, despejar ambigüedades y cerrar huecos. Sin embargo, hay razones para temer que la impunidad de la que se han venido beneficiando los activistas del nacionalismo radical no se debió tanto a la existencia de vacíos legales como a la pasividad de la policía autónoma, la cautela de un sector de la judicatura y la tolerancia culpable brindada por el nacionalismo moderado a los exaltadores de crímenes, alborotadores urbanos y bronquistas callejeros.
La simple aplicación de las leyes vigentes hubiese hecho seguramente innecesaria su ampliación y endurecimiento. No es la primera vez que un Gobierno desafiado por la renovada brutalidad de una ofensiva terrorista trata de acallar las críticas o de tranquilizar los temores de los ciudadanos mediante el anuncio de medidas tronitronantes cuya entrada en vigor queda forzosamente aplazada durante meses. Pero lo realmente peligroso de esa actitud no sería tanto hacer concebir a la opinión pública infundadas esperanzas en la existencia de remedios milagrosos a corto plazo como la imitación por el Gobierno del ejemplo de esos escolares que aplazan la realización de sus deberes hasta terminar la inacabable tarea de afilar bien los lápices y forrar con escrúpulo los libros.
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