¿Alguien se acuerda del Pescaílla?
Si alguien me hubiera dicho a finales de los setenta, cuando escuchaba de forma obsesiva a los Talking Heads, que su líder, David Byrne, acabaría grabando a medias con Peret, me hubiera dado una lipotimia. Ahora me parece normal, e incluso me han entrado ganas de propulsarme a la tienda más cercana para hacerme con ese disco en el que el gran Peret repasa sus grandes éxitos en compañía de unas cuantas luminarias de la música moderna (y de Jarabe de Palo, lo cual ya no es precisamente algo que convenga celebrar). Si no lo hago es porque dudo mucho que las versiones originales puedan ser superadas y porque, en el fondo, este disco va dirigido a las nuevas generaciones, a los mismos que no le hacían el menor caso a Tom Jones antes de que el tigre de Gales se decidiera a abandonar los casinos de Las Vegas y se lanzara a hacer versiones de Prince.Los carcamales nos quedamos con el Peret jurásico. Y, sobre todo, con su padre espiritual, ese pedazo de rumbero barcelonés que fue el difunto Antonio González, alias el Pescaílla, cuyo nombre, una vez más, se ha quedado este año fuera de la lista de designados para recibir la Creu de Sant Jordi a título póstumo. Arcadi Espada se quejaba hace unos días, en esta misma página, del escaso interés demostrado en Cataluña por Carmen Amaya. Lo mismo puede decirse del Pescaílla, quien por no tener, no tiene ni una estatua, ni una placa en la calle en que nació, ni nada de nada. Nuestro Ayuntamiento encuentra muy normal ponerle una calle a un fascista como Sabino Arana, pero los gitanos y demás gente de mal vivir no pueden esperar gran cosa de él. Ya veo que no me va a quedar más remedio que regalarle a Ferran Mascarell El patriarca de la rumba, un disco estupendo que se publicó de tapadillo hace menos de un año y que recoge la fulgurante, aunque escasa, contribución del Pescaílla a la noble causa de la rumba catalana (tampoco me arruinaré: mientras la mayoría de los CD rozan los tres talegos, esta joya se expende por la módica suma de 1.300 pesetas).
Este disco recoge casi todas las grabaciones que Antonio González tuvo a bien legar a la humanidad: 20 canciones de un par de minutos de duración cada una con las que el oyente se asoma a la amplitud de registros de un hombre especialmente dotado para la juerga y la melancolía, sentimientos que alterna sin problemas y consigue logros indudables en ambos campos. En menos de tres cuartos de hora, el Pescaílla mete la vida, la muerte, el amor, la borrachera y el cachondeo. Es decir, todo aquello en lo que consiste nuestra estancia en el planeta Tierra. Y al oír El patriarca de la rumba, uno piensa en lo bonito que sería tener 10 o 12 discos más del Pescaílla. Lamentablemente, del mismo modo que Rimbaud dejó de escribir y se dedicó al tráfico de esclavos, Antonio González dijo lo que tenía que decir hace más de 30 años y luego se encerró en El Lerele a darle al whisky y a mirar hacia otro lado cada vez que la Faraona decidía ponerle los cuernos.
¿Por qué lo hizo? Nunca lo sabremos. ¿Qué lleva a un tipo cargado de talento a una vida casi anónima de faraón consorte? Misterio. Durante un montón de años, el Pescaílla fue para los españoles un personaje oscuro, cuando no ridículo, una especie de calzonazos que vivía de su mujer y que le pegaba al whisky que era un contento. Sí, sabíamos que era de Barcelona, y que no podía acercarse mucho por aquí porque pesaba sobre él una fatwa gitana que lo había condenado a muerte hacía un montón de años, cuando, al parecer, se acostó con quien no debía. Y eso era todo. O lo fue hasta que descubrimos las pocas canciones que tuvo a bien grabar y nos dimos cuenta de que ese personaje oscuro, ese calzonazos, era un artista como la copa de un pino. Dimisionario, sin duda, por motivos que sólo él conoce, pero de un talento innegable.
En El patriarca de la rumba hay una versión de La chica de Ipanema, cantada en un camelo seudoinglés de cosecha propia, en la que el Pescaílla muestra sus habilidades como crooner. Oírla te remite a Dean Martin, un personaje que, salvando las distancias, se le parece bastante: otro tipo con mucho talento que vive a la sombra de una estrella (en su caso, Sinatra), que le da al alcohol en serio y que tiene una muerte tristísima. Cuando su hijo Dino, oficial de la fuerza aérea norteamericana, falleció en un accidente, Dean Martin se dejaba ver de noche en el restaurante Da Vinci, de Beverly Hills, donde picoteaba un plato de pasta y bebía un whisky tras otro. Tras la muerte de Antonio, el Pescaílla se encerró en El Lerele y las revistas del corazón lo pillaban sacando la basura, con la mirada perdida, mal afeitado, con cara de que todo le importaba un rábano.
Los dos parecían haber llegado al final de sus días con el lógico convencimiento de que la vida es un timo. Dean Martin, como es norteamericano, cuenta con una excelente biografía de Nick Tosches que Martin Scorsese quiere llevar al cine. De Antonio González, español, catalán y gitano, no se acuerda nadie. Peret, incluso, dice que lo que hacía no era rumba catalana... Paciencia: por sólo 1.300 pesetas uno puede tener al genio en casa y escucharlo cuando guste.
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