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Filoxenia

Antonio Elorza

La filoxenia, el amor al extraño, fue representada desde el arte paleocristiano, y con especial insistencia por la producción de iconos en Rusia, a partir de un episodio del Génesis: la visita de tres ángeles, hipóstasis o manifestaciones de la Santísima Trinidad, a Abraham y a Sara, quienes les agasajan y sacrifican un cordero en su honor.Desde un punto de vista teológico, la historia sirve, un tanto traída por los pelos, para encontrar un antecedente al dogma de la Trinidad en el Antiguo Testamento. Incluso se presta en las representaciones al doble juego de la igualdad entre las personas mediante la isocefalia, que sitúa a los tres ángeles a la misma altura, o de una superioridad de uno (Yahvé), colocando al ángel central en un nivel superior. Pero hay también en el icono un contenido profundamente humano, y por algo se le conoce también como "la hospitalidad de Abraham". Abraham y Sara aprovechan la llegada de los tres visitantes para manifestar una virtud necesaria, la acogida cordial y solidaria hacia aquel que llega de fuera.

No es de extrañar que el término "filoxenia" sea prácticamente desconocido, ya que su uso se ciñe a la designación del icono mencionado, y que en cambio su antónimo, "xenofobia", sea moneda de uso corriente, incluso imprescindible para los tiempos que corren. Tampoco hay que alarmarse demasiado si de veras el fenómeno es encarado con rigor, sin renunciar a cada caso a su complejidad. Lévy-Strauss nos explicó hace tiempo que cada grupo humano tiende a considerarse a sí mismo como el receptáculo de todos los valores positivos, y, por consiguiente, a mirar a los demás como algo inferior, por añadidura peligroso en la medida en que siempre se plantea una competencia por alcanzar recursos escasos. Esta vertiente biológica del género humano, basada en la vieja bipolaridad de Giddings, in-group versus out-group, los pájaros del mismo plumaje forman bandada, ha conducido recurrentemente a enfrentamientos y a una voluntad de exterminio o de exclusión, tanto más intensa cuanto que el otro constituya una agrupación con identidad propia en el interior de una comunidad. Tal fue el caso desde la antigüedad del antijudaísmo, revestido o no de tintes religiosos.

Por eso, aunque la afirmación desagrade, tiene buena parte de razón el historiador israelí Netanyahu cuando plantea el tema del racismo entre las capas populares hispánicas del siglo XV. Inquisición y estatutos de limpieza de sangre convergen en una actitud discriminatoria, donde la religión ampara la imposición de lo supuestamente puro sobre lo impuro, impregnando de forma desigual al conjunto de la sociedad española, y con intensidad especial al Señorío de Vizcaya y a la provincia de Guipúzcoa. Tener claro esto no constituye un simple ejercicio de erudición: sin ese antecedente, que se prolonga hasta bien entrado el siglo XIX, no puede entenderse algo tan próximo a nosotros como la actitud del nacionalismo vasco radical basado en los planteamientos de Sabino Arana. Fernando Savater acertaba al emparentar la actitud de los nacionalistas sabinianos con el racismo agresivo que estalló en tierras almerienses. Sólo sería preciso puntualizar que en el caso de nuestros abertzales, como en una vertiente formalmente opuesta, en el de los integristas como Franco, procedente de un sector militar, la Marina, donde los estatutos de limpieza de sangre lograron una prolongada supervivencia, ha tenido lugar una transferencia de discriminación, manteniéndose el núcleo del odio visceral hacia el otro, del que se deriva la voluntad de supresión.

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La sociedad española dista de encontrarse vacunada contra el racismo. Cuenta, eso sí, con la ventaja de poder afrontar el tema pudiendo aprovechar la experiencia de lo que ha ocurrido en otros países de Europa occidental. El objetivo es diáfano, y más aún si tenemos en cuenta el carácter de síntomas que corresponde a los sucesos de El Ejido o de Níjar, en el marco de una situación económica y demográfica donde el declive de la natalidad y el ansia comprensible de bienestar en nuestros vecinos magrebíes, o en nuestros hermanos hispanoamericanos, se unen a una coyuntura expansiva, con una creciente demanda de mano de obra que para determinados trabajos vendrá necesariamente del exterior. Esperar que todo va a solucionarse con la doble invocación de la tolerancia y de un panglosiano "todo va hacia lo mejor en el mejor de los mundos", es tanto como sentar inconscientemente las bases para la catástrofe, bien mediante estallidos cada vez más graves, bien mediante la formación de una extrema derecha de tipo lepenista. Amenazas bien concretas que resulta preciso conjurar. Las cifras del crecimiento de la población "extracomunitaria" son reales, aun cuando no tan alarmantes como sugiere su representación en los medios, como lo serán sus efectos de no adoptar una política constructiva. Más allá, por supuesto, de una Ley de Extranjería que en la versión reformada del PP parece orientada exclusivamente a la contención del número, con la consecuencia inmediata de proponer un recorte de los derechos del inmigrante que haría imposible su asimilación, llevando de un modo u otro a la formación de guetos, otras tantas bolsas de futuros conflictos.

En palabras se dice fácilmente. Acabar con la xenofobia requiere implantar, en la medida de lo posible, la filoxenia. Para ello, la propaganda contra el racismo, defendiendo desde la educación primaria el principio de la igualdad entre todos los seres humanos y su correlato, la tolerancia, son condiciones necesarias, pero no suficientes. Incluso algunas formas de pensamiento políticamente correctas pueden ser contraproducentes, como sucede en Estados Unidos con la imagen del negro bueno, a lo Sidney Poitier, "el negro que tenía el alma blanca", según el título de una película en los años treinta. La tarea esencial consiste en normalizar la representación de las minorías, buscando la integración dentro del respeto de la diferencia. El mejor intencionado de los sistemas educativos no alcanzará sus fines si no transmite un conocimiento de las culturas y de las formas de vida de esas minorías, sean esos antiguos compañeros de nuestra historia, los magrebíes o moros (¿por qué resignarse a conferir a la calificación un signo peyorativo?), los hombres de color subsaharianos o los latinoamericanos.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

Filoxenia

Tampoco hay que angelizar, ya que entonces surge un abismo infranqueable entre lo que se propone con las palabras y los hechos que ve cualquiera. Es necesario asumir que unas minorías resultan más fáciles de integrar que otras. Surge aquí la exigencia del análisis, sobre la base de una masa de datos que ya se encuentra ahí disponible, y teniendo en cuenta la enorme cantidad de información que procede de experiencias europeas anteriores, como la francesa. Lo que resulta moralmente inaceptable y políticamente suicida, aunque para unos cuantos la rentabilidad esté fuera de dudas, es tolerar que esos trabajadores inmigrantes se hacinen como bestias, en condiciones de vida infrahumanas y con salarios de miseria. Hay que preparar estructuras receptivas, mecanismos rigurosos de inspección sobre las condiciones de vida y trabajo para el presente, y espacios de participación social y política, igualitaria y democrática, para el mañana. La responsabilidad de las autoridades es aquí inmensa. Antes o después, el grupo sometido y marginado emprenderá la confrontación, recurriendo a diversas formas de ilegalismos, contra el colectivo receptor, y éste derivará a su vez hacia la respuesta racista. Lo sucedido hace unos meses en Terrassa o en El Ejido constituye una clara ilustración de ello.

La historia del movimiento obrero organizado puede aquí servir de ejemplo, con su cultura de fraternidad hoy por desgracia prácticamente borrada, que alcanzó a superar unas respuestas iniciales de abierto rechazo frente a los trabajadores inmigrantes, vistos como seres inferiores que se atrevían a competir con los autóctonos en el mercado de trabajo. No sin experimentar dificultades y retrocesos, y con mayor grado de realización en el plano imaginario que en las relaciones sociales concretas, el mensaje internacionalista logró imponerse y con él un sistema de valores aglutinado en torno a las ideas de solidaridad y de igualdad entre los hombres. La enseñanza sigue siendo válida. Vamos hacia unas sociedades europeas mestizas, pluriculturales, y en ellas la democracia sólo podrá ser real si se consigue un predominio efectivo de la filoxenia.

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