El riesgo como gloria
Cuando el mayestático Pío XII yacía muerto ante el desconcierto del mundo, herido por cierta orfandad espiritual y hasta moral, todos nos preguntamos quién sería capaz de sucederle al timón de una Iglesia, enfrentada a los vientos que la zarandeaban desde todos los ámbitos mundanos. Pío XII había propiciado que la realidad cristiana, en cuanto cuerpo histórico, entrara en contacto con la pura y dura realidad laical y hasta laicista, pero no fue capaz de avanzar más allá de una "demostración de deseos". Eran tiempos demasiado nuevos y complejos para un hombre estructurado en la magnificencia del papado como epicentro de la sociedad civil. Su muerte significaba el envite radical para la Iglesia: o ganar tiempo mediante un nuevo papa de transición, o correr el riesgo de proponer un pontífice resuelto, en el tiempo que fuera, a avanzar en el estado de la cuestión, llevando el Cuerpo de Cristo hasta donde necesario fuere.El hecho es que el colegio cardenalicio optó por la primera de las hipótesis, en último extremo conservadora, pero muy pronto comprendió que, de suyo, se imponía la segunda alternativa, y se imponía de forma irreversible y contundente. El 25 de enero de 1959, y ante un grupo de cardenales reunidos en Roma, el sucesor del magnífico Pío XII, un cierto Ángel María Roncalli, elegido obispo de Roma meses atrás, anunciaba su decisión de convocar un nuevo Concilio, capaz de revisar la pastoral de la Iglesia ante las nuevas realidades históricas, y además, dispuesto a profundizar en la temida cuestión del ecumenismo. El jarro de agua helada cayó sobre todos los presentes, convencidos de que la bondad proverbial de Roncalli le había jugado una terrible pasada. Sin saber, entonces, que se había puesto en acción el más importante acontecimiento eclesial del siglo XX, que determinaría el nuevo milenio. El tipo de origen campesino había ganado la partida de póquer a los preclaros personajes de la Curia romana y del pensamiento "eclesialmente correcto". El riesgo como gloria estaba, ya, encarnado en lo que inmediatamente se llamó Concilio Vaticano II, en relación al Vaticano I, cuando se formulara el dogma de la infalibilidad pontificia.
Y en el momento conciliar álgido, acabado por el cáncer y un tanto perplejo ante el dinamismo que estaba adquiriendo el Concilio que él mismo había suscitado, un 3 de julio de 1963, fallecía nuestro hombre, que acaba de ser convertido en modelo y ejemplo para la Iglesia toda, al incluirlo Juan Pablo II en el grupo de "beatos" de la historia eclesial. Quiere decirse que, junto a sus excelentes cualidades privadas, Juan XXIII es presentado al mundo creyente e increyente como el creador del Vaticano II, lanzado por su sencillez ante el misterio de Dios y por una solemne falta de vulgar pudor ante los posibles comentarios de todo tipo. Lo que ha sucedido ahora en San Pedro es el punto de llegada de todo un periplo que ha llenado el devenir eclesial de estos últimos cuarenta años, por activa, al comienzo, entre los sesenta y setenta, y por pasiva más tarde, desde el comienzo del pontificado del actual Papa.
¿Qué resta de nuestro hombre, el campesino de Sotto il Monte transformado en dueño y señor del Vaticano? En primer lugar, su magnífica intuición de que entre una "Iglesia de la presencia", militante ella, y una "Iglesia de la mediación", soterrada ella, es un gravísimo error optar por una de las dos posibilidades en detrimento de la otra: nuestro hombre, avezado diplomático durante años, sobre todo en sus años parisienses, entendió que la Iglesia debía hacerse presente con testimonialidad evidente, pero sin estridencias, sin exagerados protagonismos y, por supuesto, siempre al servicio del Pueblo de Dios y nunca a su propio servicio. Una Iglesia para los demás. Pero, inmediatamente, Juan XXIII insistía en la naturaleza trascendente de esa misma Iglesia, es decir, concibiéndola como realidad que está en la historia sin identificarse solamente con tal historia, porque Jesucristo lo trasciende todo en la medida que todo lo salva y lo libera. Para nada estamos ante un pensamiento fácil y debilitado, antes bien, ante la rotunda afirmación de que servir a la historia es ofrecerle lo mejor que tiene la Iglesia: Jesucristo muerto y resucitado, quien dejaba la potencialidad de la solidaridad fraterna, que en estricta teología se llama caridad, es decir, espíritu del samaritano bueno.
Resta, en tercer lugar, algo que, de tan sencillo, se hace completamente difícil de escribir, pero que lo mejor será resumir en una palabra: cariño. A lo largo de los cinco años que duró el pontificado de Juan XXIII, el mundo entero se sintió en manos de un hombre que le quería de verdad, que solamente buscaba su bien, y que, si le entregaba la persona de Jesucristo, era porque nada mejor tenía que ofrecer. Su tolerancia nunca fue débil, pero sí paternal, en la línea del mejor evangelio. Sus respuestas a los pregoneros de calamidades insistían en lo positivo de la vida, de la fe y, en general, del hombre y de la mujer, reflejos de quien los creara. Derramaba cercanía, acogida y accesibilidad. Miraba a los ojos y hasta era capaz de llorar ante un dolor humano. El cariño era su mejor vehículo comunicativo del misterio de amor sincero que le dominaba. Fueron muchos los que descubrieron el rostro de Dios en su rostro. Sobre todo, intelectuales, artistas y potentados, deshechos por su sonrisa tan verdadera como conocedora de la fragilidad humana.
Al cabo de unos años, nos llega la alegría de verle asumido por la misma Iglesia a la que sirviera, si bien haber situado el acto de su beatificación un 3 de septiembre produce cierto resquemor, como si se hubiera preferido que pasara un tanto inadvertido, y tal intencionalidad sería una grave falta en los responsables de esta decisión.
Por otra parte, insistimos en el hecho de haber hecho coincidir su beatificación con la de Pío IX, hombre duro y tan discutible que animó la formulación de la infalibilidad pontífica, tan peligrosa para el futuro. También en este caso, quienes decidieron tal coincidencia tendrían sus razones, que desde aquí censuramos desde la discrepancia. Lo más certero hubiera sido dejar en magnífica soledad este acto como memoria única y testimonial del Papa Bueno desde la clarividencia. Se lo ganó a pulso.
¿Qué permanece de este impresionante legado conciliar y personal? Aparentemente, puede que muy poco. La vida es así. Y la fe está transitada por la vida. Pero queda claro que la "nueva evangelización", siempre proclamada por Juan Pablo II, hinca sus raíces en Roncalli y en su Vaticano II: porque evangelizar siempre es llevar a cabo aquel aggiornamento de los sesenta-setenta, que propicia nuestro hombre desde sus comienzos papales. Así, pues, Juan XXIII está en pie. Y tarea de la Iglesia actual será recuperarlo, junto al Vaticano II.
Norberto Alcover es jesuita y periodista.
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