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Carta a debate.

Andrés Ortega

La elaboración de una Carta de Derechos Fundamentales en la UE puede acabar convirtiéndose en una experiencia frustrante. Si la carta tiene contenido, muchos Estados querrán que carezca de efectividad, dejándola sin valor jurídico, como declaración o -suena mejor- proclamación. Para tal viaje bastaría un texto mucho más corto y contundente. Y por si resulta judicializable, en los tribunales y en particular en el de las Comunidades Europeas, los Estados más reacios -como el británico- han querido vaciarla de contenido. La decisión final corresponde a los jefes de Estado y de Gobierno cuando se reúnan en Consejo Europeo en octubre en Biarritz o en diciembre en Niza.No parece sensato que la UE se haya lanzado en este proceso semiconstitucional sin saber adónde se dirigía. El hacer trabajar a una convención que en una fórmula original está formada por representantes de los Gobiernos, los Parlamentos nacionales, el Parlamento Europeo y la Comisión Europea, sin saber claramente para qué sirve el resultado, no resulta lo más adecuado.

En principio, la UE necesitaría de tal Carta de Derechos con vistas a una insegura ampliación, y porque los actos comunitarios no son, en general, judicializables como tales en términos de derechos fundamentales (con algunas excepciones que son los derechos contenidos en los actuales tratados, como ha quedado patente en recientes sentencias del Tribunal de Luxemburgo referidas a la igualdad laboral entre hombres y mujeres). Algunos habían intentado tomar la elaboración de la carta como instrumento para introducir a través de los derechos fundamentales competencias para la UE que no lograría de otro modo (sobre todo en cuestiones sociales, al estilo de los que ya existen en la Constitución española sin problemas, por lo que España no tiene objeciones de fondo). Pero la aproximación indirecta no parece haber dado resultados demasiado novedosos. Claro que hubiera resultado inútil, o incluso distorsionante, que por la vía de los derechos se dieran a la UE competencias o misiones que los Estados no quieren darle en los tratados, y de ahí los límites de este ejercicio, recogidos en el citado borrador. Pero pronto se recabó un consenso bastante general de que tales derechos "no crean ninguna competencia ni ninguna misión nueva para la Comunidad ni para la Unión y no modifica las competencias y misiones definidas por los tratados". De hecho, el último borrador integrado, que se presentó a finales de julio, resulta menos ambicioso que otras versiones anteriores, en unos derechos que en buena parte se subordinan a lo que rige en cada Estado, aunque se modernizan a la luz de las nuevas tecnologías de la información o la genética.

En la UE, los derechos, sin medios detrás para hacerlos cumplir, de poco sirven, como indica el jurista de Harvard Joseph Weiler. Éste expresa enormes dudas sobre si tal declaración mejorará la protección de los derechos básicos en la UE si no hay detrás una maquinaria burocrática en la Comisión Europea, con sus titulares y sus direcciones generales, para empujarlos, junto con la labor, siempre esencial, del Tribunal de Luxemburgo.

Además, la coexistencia de dos líneas jurídicas en Europa en materia de derechos humanos, junto a las nacionales y otras, puede resultar excesiva. Crear una nueva jurisdicción que acabe en el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, con sede en Luxemburgo, puede deslegitimar la vía actual paneuropea que acaba en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, dependiente del Consejo de Europa. Aunque algo devaluada (por el caso de Rusia y otros), ésta sigue siendo una vía necesaria y válida, que también cumple un papel en el aprendizaje jurídico y democrático de los Estados que han salido de la larga dictadura soviética. Aunque, en principio, la nueva carta en elaboración resulte políticamente correcta y atractiva en una construcción europea a la que a menudo se acusa de falta de dimensión política, puede acabar en humo; o en lastre.

aortega@elpais.es

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