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Reportaje:PLAZA MENOR

Licencias y franquicias

A don Alberto Alcocer, un tipo bragado, le sentaban bien las dictaduras, y a los dictadores les iba como anillo al dedo un tipo como don Alberto para meter en cintura a los díscolos ciudadanos madrileños. Don Alberto Alcocer fue alcalde de Madrid con Primo de Rivera y repitió cargo con Franco, sin tener que pasar por el engorroso trámite de unas elecciones. Los amedrentados habitantes de la Villa sujetos a su férula se defendían haciendo bromas y adivinanzas a costa de su apellido y de su fama: "¿En qué se parece nuestro alcalde a un huevo?", se preguntaba el gracioso, y si nadie le chafaba el chiste se contestaba: "En que al cocer se pone duro".A don Alberto le agradecieron los servicios prestados al orden público y a la moralidad castrense, o a la inversa, al orden castrense y a la moralidad pública, dedicándole esta amplia y moderna calle de Chamartín que nace en la Castellana y desemboca en la plaza de la República Dominicana, hermana casi clónica de su vecina, la del Ecuador, en esta Hispanoamérica inmobiliaria, intrincada selva para los paseantes que no conocen el barrio y se pierden en su toponimia colonial, entre calles y bloques muy parecidos entre sí con espigados árboles y pequeños jardines y parterres miméticos.

Cruzada por Príncipe de Vergara, la plaza de la República Dominicana marca el inicio de la calle de Costa Rica y el confín de la de don Alberto, una calle moderna y bien urbanizada, amplia y bordeada de hoteles y edificios de oficinas y apartamentos de alto standing, como rezaba la propaganda inmobiliaria en los años en los que fueron construidos. Pero hay algo en su calle que no contaría con la aprobación oficial del riguroso don Alberto, una ironía del destino que llevó a sus aceras una proliferación de garitos nocturnos donde de forma más o menos discreta se desarrolla la prostitución de lujo, los vicios caros y la disipación con tarjeta de crédito.

Atravesando esta zona, un taxista alcahuete y parlanchín obsequió una noche al cronista que viajaba de pasajero con la tarjeta de visita de lo que definió como el burdel, él no dijo exactamente burdel, mejor de la capital, reconociendo, sin embargo, que era parte interesada, porque cobraba comisión por los clientes que aportaba al negocio ubicado en las proximidades.

Para no perderse en la jungla hispanoamericana, el explorador en ciernes puede seguir los indicadores de los rótulos de los bajos comerciales, aunque tampoco conviene fiarse del todo, pues es tal la movilidad del comercio en esta zona que después de dar un par de vueltas a la manzana donde estaba la mercería puede que hayan abierto una tienda de moda y la lechería haya mutado en telepizzería.

En la plaza de la República Dominicana y sus alrededores aún quedan vestigios del pequeño comercio tradicional, algún rótulo de coloniales y ultramarinos, alguna bodega en penumbra y sin televisión, y establecimientos como la papelería y juguetería Roxy, que mantiene sus abigarrados y surtidos escaparates en un chaflán de la plaza, cercada por franquicias italianizantes o anglófonas con apóstrofo o sin él, un desfile de cubículos asépticos para que destaquen los vivos colores de las prendas de temporada, prendas de usar y tirar con fecha de caducidad a corto plazo.

Ahora, la clonación de las franquicias ha llegado también a las tabernas y cervecerías de cañas y tapas, hay cocidos franquiciados y paellas teletransportadas y probablemente transgénicas. La comida rápida invade la hora del aperitivo y trata de imponer su ritmo al relajado ritual del tapeo.

Del otro lado de la plaza, frente a la juguetería Roxy, compiten en la corta distancia una franquicia de rosquillas auspiciada por Mr. Donut, que debió patentar el agujero central en los Estados Unidos, y una franquicia de helados de origen centroeuropeo controlada hasta hace unos días por una empresa británica recientemente absorbida por una multinacional estadounidense.

Para contrarrestar los excesos de la globalización y de la celulitis, disparada tras la ingestión de helados franquiciados y rosquillas con código de barras, entre la heladería y la rosquillería se ha instalado un gimnasio que opera, por supuesto, amparado en otra franquicia.

Hasta hace unos años, unos veinte, en este mismo chaflán de la plaza de la República Dominicana abría sus puertas un restaurante familiar con aire de cuarto de estar, exquisita cocina casera y precios moderados; se llamaba La Tortuga, y por lo visto no pudo, o no quiso, adaptarse al paso rápido de los tiempos.

Pese a su relativa juventud, la plaza de la República Dominicana guarda en sus anales una tragedia histórica: la triste memoria de uno de los más sangrientos atentados de ETA que hizo saltar por los aires un autobús de la Guardia Civil. Durante largos meses, los inmuebles de la plaza conservaron las huellas del irracional estallido de violencia, pero poco a poco la vida del barrio resurgió con un ritmo cada vez más acelerado.

La calle de Costa Rica, desde hace unos años, empieza y termina en túnel, como al alcalde le gusta, y ha perdido parte de la animación que en los años setenta y ochenta le proporcionaban músicos de rock, jóvenes actores y prometedores artistas que ocupaban sobre todo los apartamentos de alquiler de unos bloques con hechuras de búnker situados en los primeros números de la acera de los impares. Sólo el veterano restaurante armenio Ararat permanece a flote después del diluvio y de la diáspora.

Pero ni las más selectas boutiques ni las más celebérrimas cadenas de comida rápida situadas en este tramo de Príncipe de Vergara pueden escapar estos días, que son meses y serán años, del abismo que abren a sus pies las colosales obras del metro Nuevos Ministerios-Barajas, que han transformado esta pujante zona comercial en desolado, estruendoso y peligroso campo de batalla que hay que cruzar a través de frágiles e improvisadas pasarelas.

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