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Tribuna:Un relato de Juan Villoro
Tribuna
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Entre amigos (5) (y 6)

Juan Villoro

No recuperé la cocaína que dejé en la lata de leche. Hubiera sido elegante olvidarme de algo con valor de 20 dólares, pero fui al Oxxo dispuesto a revisar cada lata para bebés con reflujo. No había ninguna. Ese producto se vende en las farmacias; estaba ahí por error durante el secuestro de Kramer.Algo ocurría en la ciudad; una ley inescrutable hacía que cada cosa estuviera en el sitio equivocado. Gonzalo Erdiozábal desapareció sin otra respuesta a mis llamadas que este mensaje en la contestadora: "Ando en la loca; me voy a Chiapas con unos visitadores suecos de derechos humanos. Suerte con el guión".

Pasaron días sin saber de Keiko. Cometí el error de volver con Tania a Reino Aventura. La alberca, atravesada por un infructuoso delfín, parecía un monumento al vacío.

Lo peor de todo era ignorar lo que yo había escrito. Lo mejor: sus consecuencias. Katy tenía un lunar maravilloso en la segunda costilla y una manera única de lamer orejas. Insistía en que se fijó en mí desde antes, pero la sinopsis acabó por convencerla. Con merecido orgullo, se sentía responsable de que yo me hubiera abierto: la sinopsis estaba dirigida a ella. Lo único que a mí me faltaba era saber qué había escrito yo. Katy mencionaba frases en señal de complicidad, con tanta frecuencia que cuando dijo "Dios es la unidad de medida de nuestro dolor", pensé que me citaba. Tuvo que explicar, con humillante clasicismo, que se trataba de una frase de John Lennon.

El texto de Gonzalo debía ser larguísimo, o mi interior muy escueto. El caso es que me mostraba por entero. A Katy le asombró mi valentía para confesar mis caídas ínfimas, mis carencias afectivas, y para sublimarlas en mi interés por el sincretismo mexicano. Nunca antes un documental etnológico había revelado tanto del guionista. Katy se enamoró del espantoso y convincente personaje creado por Gonzalo, la sombra adversa que, obviamente, yo trataba de imitar.

Poco a poco, aminoré las sórdidas mañanas que comenzaban olfateando billetes. Los días sin cocaína no eran fáciles, pero me convencían de ser otra persona, con tics repentinos y una atención aletargada, justo lo necesario para adoptar las poses que me atribuía Katy.

El caso Kramer seguía abierto y tuve que regresar al Ministerio Público. Mis declaraciones fueron confrontadas con las del cajero del Oxxo. Un agente tuerto nos tomó dictado. Escribía muy rápido, con una sola mano, como si se ufanara de una facultad desconocida para la gente con dos ojos.

Al intercalarse, nuestros testimonios pardos, reticentes, causaban una sensación de irrealidad. Había discrepancias de horarios y puntos de vista. Las nociones de antes y después variaban en forma mínima, acaso decisiva. Después de siete horas, un dato se aclaró en mi mente hasta adquirir el rango judicial de evidencia: cuando salimos de Los Alcatraces, volví a usar el teléfono de Kramer para avisarle a Pancho que íbamos en camino. Luego, lo puse en el asiento trasero. Eso fue lo que el segundo secuestrador buscó en mi coche. Me entusiasmó encontrar una pieza faltante en el caos, pero no se la comuniqué al tuerto que escribía con una mano. El teléfono hubiera probado mis vínculos con el proveedor de cocaína. Los hombres de pasamontañas actuaron con eficiencia; Kramer debía desaparecer, sin rastros telefónicos.

Acabé agotado, pero el oficial Martín Palencia aún tuvo ánimos de abordarme. Su compañero Natividad Carmona lo observaba a unos metros, explorando su boca con un mondadientes plateado.

-Mire -me mostró una muñeca Barbie-. Es de las que fabrican en Tuxtepec y les ponen Made in China. Estaba en el cuarto de Kramer.

-Un regalo para su hija, supongo.

-¿Se acuerda de Ensayo de un crimen? Matan a una rubia que está buenísima y la queman como si fuera un maniquí -acarició la cabellera de la Barbie, con intenso fetichismo-. ¡Esto es puro Buñuel, verdad de Dios!

Carmona sonrió a la distancia, con la infinita conmiseración que se concede a los chiflados que el azar situó en nuestra familia.

Palencia insistió: una rubia podría aportar una clave buñuelesca.

Dos días después, una rubia entró a escena, pero no de la clase que esperaba Palencia. Sharon vino a buscar o a resignarse a no encontrar a su marido. Usaba bermudas, como si estuviéramos en un trópico con palmeras, y unos Nike que debían de ser deportivos y parecían ortopédicos. Almorcé con ella y salí con dolor de cabeza. Le molestó que hubiera tantas mesas para fumadores y que los mexicanos sólo conozcamos el queso americano amarillo (en apariencia también hay blanco, más sano). Sus fijaciones alimenticias eran patológicas (tomando en cuenta que estaba gordísima). Sus hábitos culturales se sometían a una dieta no menos severa. Le pregunté si el secuestro de Kramer había salido en CNN.

-No tenemos televisión: es una lobotomía frontal -respondió.

Me entregó el último número de Point Blank. Había un reportaje sobre Kramer: Desaparecido: Missing. Sharon me cayó tan mal que no me pareció ofensivo leer en su presencia. Entre fotos de juventud y testimonios de amigos, el periodista era evocado como un mártir de la libertad de expresión. La Ciudad de México brindaba un trasfondo patibulario al reportaje, un laberinto dominado por sátrapas y deidades aztecas que nunca debieron salir del subsuelo. ¿Qué horrores habrían contemplado los ojos ávidos de veracidad de Samuel Kramer?

Me molestó la instantánea beatificación del periodista, pero me puse de su parte cuando Sharon dijo:

-Samy no es ningún héroe de acción. ¿Sabes cuántos laxantes toma al día? -hizo una pausa; no me extrañó que añadiera-: estábamos a punto de separarnos; veo un ángulo muy raro en todo esto: tal vez se escapó con alguien más, tal vez teme enfrentar a mis abogados.

Yo no tenía una opinión muy alta de Kramer, pero su mujer ofrecía un argumento para el autosecuestro. Estaba convencida de que al actuar sin la menor consideración emocional, cumplía un fin ético. Durante el postre, en el que por desgracia no hubo galletas bajas en calorías, me explicó sus derechos. Si cedía al sentimiento, todo estaría perdido. Había demandado a Point Blank por publicar la historia y fotos del álbum familiar sin su anuencia. Esto disminuía sus posibilidades de vender los derechos para una miniserie cuando se confirmara la desaparición de su marido. Por cierto: en Hollywood no aceptarían a un guionista mexicano. ¿Me interesaba un trabajo de asesor? Nunca una negativa me supo tan dulce:

-Soy amigo de Kramer -mentí.

La pesadilla de frecuentar a Sharon sólo fue matizada por Katy. Probó su amor llevándola a comprar artesanías al Bazar del Sábado y localizando farmacias cercanas a su hotel que abrieran las 24 horas.

Una noche, mientras dormitaba ante las noticias, sonó el teléfono.

-Estoy aquí -oír esa voz trémula significaba entender, con estremecedora sencillez, "estoy vivo".

-¿Dónde es "aquí"?

-En el parque de la Bola.

Me puse los zapatos y crucé la calle. Samuel Kramer estaba junto a la esfera de cemento. Se veía más delgado. Aun de noche, sus ojos reflejaban angustia. Lo abracé. Él no esperaba el gesto; después de un sobresalto, lloró en mi hombro. Un hombre que paseaba un afgano se desvió al vernos.

Kramer llevaba la misma camisa de cuadros. Olía a cuero rancio. Entre sollozos me dijo que lo habían liberado en un taxi. No recordaba mi dirección, pero no podía olvidar la expresión "parque de la Bola". Desvié la vista a la esfera de cemento y distinguí el tenue trazo de los continentes. Por primera vez reparé en que la bola es el mundo.

Fuimos al departamento. Kramer había pasado semanas encapuchado, en un cubil de dos por tres. Sólo le daban de comer cereal y en una ocasión se lo mezclaron con hongos alucinantes. Le quitaban la capucha una vez al día, para que contemplara un

altar con imágenes cristianas, prehispánicas, posmodernas. Una Virgen de Guadalupe, un cuchillo de obsidiana, unos lentes oscuros. En las tardes, durante horas sin término, se oía una pista sonora con The End, de los Doors, y a sus espaldas alguien imitaba la voz dolida y llena de Seconales de Jim Morrison. Una tortura que sin embargo lo ayudó a entender el apocalipsis mexicano. Durante su viaje de hongos, los adornos del altar cobraron una lógica que había olvidado y debía recuperar.

Los ojos de Kramer se desviaban a los lados, como si buscara a una tercera persona en el cuarto. Yo no tenía que buscarla. Era obvio quién lo había secuestrado.

Gonzalo Erdiozábal me recibió en pantuflas, unos objetos peludos, recuerdo de algún viaje por Alaska.

Llegué desencajado, demasiadas cosas se revolvían en mi interior, la zona que con tanto cuidado evito al escribir guiones. Mis palabras, debo admitirlo, no reflejaron la complejidad de mis emociones:

-¿Cómo pudiste? ¿Te crees Dios?

Me refería a sus 15 años de falsa amistad, a su romance con Renata, a la sinopsis donde me retrató sin consideración ni aviso, al secuestro de Kramer, en el que jugó con nuestros destinos como un titiritero enfermo. Me refería a todo eso, pero dejé que él interpretara mis preguntas como le diera la gana.

Gonzalo se sentó en un sofá recubierto de pequeñas alfombras. Todo en su departamento aludía a tribus remotas y al frenesí textil del inquilino. Había estambres huicholes, en colores que reproducían las visiones eléctricas del peyote, y cuadros de una ex novia que tuvo sus quince minutos de fama enhebrando crines de caballo en papel amate. Aquellos códices hípicos, destinados a simbolizar la colonización ecuestre del territorio indígena, habían envejecido mal; carecían de sentido lejos de las protestas y los patrocinios que repudiaron y conmemoraron el Quinto Centenario de la Conquista; además, tenían un aspecto putrefacto.

-Relájate. ¿Quieres un té?

No le di oportunidad de que me sirviera un brebaje de médico naturista. Desvié la vista al cartel de Morrison. El secuestro tenía su sello de marca. ¿Cómo pudo ser tan burdo? Arrodilló a Kramer ante un altar sincrético que tal vez, y la idea me estremeció, aparecería en mi guión. Con frases entrecortadas, sinceras, torpes, hablé de su infinito afán de manipulación. Nos había usado como fichas de un juego absurdo. ¡Podíamos ir a la cárcel! Natividad Carmona salivaba ante cualquier frase en falso que yo decía, Martín Palencia me incorporaba a sus delirios delictivos y buñuelescos. Si yo le importaba un carajo, por lo menos podía pensar en Tania. Un regusto amargo me subió a la boca. No quería ver a Gonzalo. Me concentré en los arabescos de la alfombra.

-Tienes razón. Perdóname -volvió a decir esa palabra que sólo servía para inculparlo-. No te pido que me entiendas. Pero toda historia tiene su reverso. Déjame hablar. Eso es todo.

Lo dejé hablar, no porque quisiera, sino porque los labios me temblaban demasiado para rebelarme.

Me recordó que en la visita anterior de Kramer, él inventó rituales mexicanos por petición mía. Fui yo quien lo involucró con el periodista, en calidad de simulador. Kramer le tomó afecto y le anunció que volvería a México, aun antes que a mí (por eso no se sorprendió ni se interesó cuando le dije que el periodista estaba en la ciudad). ¿Era un pecado que estableciera relaciones por su cuenta? No, claro que no. Samuel se franqueó con él: se estaba divorciando, había perdido el pulso para captar un país en permanente convulsión, sabía que su crónica sobre Frida Kahlo estaba plagada de falsedades (el supervisor de datos de la revista las dejó pasar para chantajearlo después de la publicación). No culpaba a Gonzalo del engaño. Yo era la fuente de las distorsiones, le había dicho toda clase de embustes con tal de saciar su sed de exotismo. En su segunda visita, Kramer decidió verme, pero sólo para cerciorarse de lo que no podía escribir. Mis palabras eran el límite de la credibilidad. Por eso el periodista fue tan esquivo en Los Alcatraces; no desconfiaba de las otras mesas, sino de lo que tenía enfrente. Gracias al plan concebido por Gonzalo, el secuestro lo sumió en la realidad que tanto ansiaba. Las vivencias que tuvo fueron de una devastadora autenticidad. Para ello, había que correr riesgos. En la guerra, a veces un comando elimina a sus propias tropas. El Ejército norteamericano llama a eso como friendly fire, fuego amistoso. ¿Lo sabía yo? Por supuesto que no. Sin embargo, ésta había sido una guerra sin bajas.

-¿Sabes quién pagó el rescate de Kramer? -hizo una pausa que yo no estaba dispuesto a interrum-pir-. Su revista.

Gonzalo habló con el director de Point Blank y le planteó el asunto con la franqueza que usaba ahora. Samuel Kramer estaba siendo sometido a un experimento de periodismo participativo. Si nadie se enteraba del montaje, la crónica podía ser un éxito. Si se negaban a pagar, el reportero moriría. Obviamente esto último era falso, una amenaza destinada a que el pacto adquiriera veracidad tercermundista. La negociación duró dos días. No hubo problema en establecer el monto del rescate; sin embargo, una vez que el director aceptó que su enviado sufriera un calvario controlado, exigió que no lo liberaran antes de varias semanas. Debía padecer en serio los rigores, hasta que cada vejamen encontrara acomodo en su prosa. El director supervisó la tortura psicológica de Kramer, estuvo en México, visitó la casa de seguridad y oyó la apocalíptica versión de The End. Kramer obtuvo lo que quería, un infierno a su medida, un tema para su crónica. Gonzalo sólo había sido el facilitador. Una última cosa: el dinero del rescate había ido a dar a una ONG que ayudaba a los niños pobres de Chiapas, con supervisión del Gobierno sueco. El segundo hombre de pasamontañas había sido un compañero de la organización.

Tanta filantropía me estaba asqueando, pero Gonzalo aún tenía otra dádiva. Me disponía a mencionar a Renata, cuando un teléfono comenzó a sonar. El celular de Kramer estaba en la mesa de centro. Con lentitud teatral, Gonzalo respondió la llamada.

-Para ti -me tendió el aparato.

Era Katy. Gonzalo le había dado ese número. Sólo hablaba para decirme que me quería mucho y extrañaba las arrugas en mis ojos, de pistolero que mata a muchos pero es de los buenos.

La voz de Katy silenció cualquier mención de Renata. Lo que más odiaba de Gonzalo no era lo que había tratado de quitarme y de cualquier forma iba a perder, sino lo que le debía, las palabras tibias e inconexas que Katy me decía al oído.

Entonces le exigí que me diera la sinopsis.

Salí sin el melodrama de azotar la puerta, pero con el despecho de dejarla abierta.

En los siguientes días recibí noticias de Kramer. Se oía exultante: su reportaje había sido un éxito y estaba nominado para el insuperable Meredith Non Fiction Award. Además, se había reconciliado con Sharon. El viaje a México fue un purgatorio indispensable para ambos.

En lo que toca a mi propia escritura, traté de ser fiel a la sinopsis que me proporcionó Gonzalo. El enfoque me daba asco, un manojo de efectos narcisistas, pero en apariencia eso era lo que todo el mundo esperaba de mí. Sólo al imitar una desagradable voz ajena empecé a mostrar la interioridad que alguna vez me atribuyó Renata.

No me atreví a hablar con ella de su posible affaire con Gonzalo. Mi venganza fue entregarle la pelota de tenis que salió del Chevrolet; la suya, haberse olvidado del asunto (la colocó con distracción en un frutero, como una manzana más, y habló con tedioso detalle de las encías de Tania). Katy estableció conmovedoras complicidades con mi hija, aunque nunca entendió nuestro interés por Keiko. Las noticias de la ballena eran tristes: no sabía cazar ni había encontrado pareja en altamar. Era más feliz en su acuario de la Ciudad de México. Lo único bueno es que pronto protagonizaría la película Liberad a Willy. "Tú podrías escribir el guión", me dijo Tania, con la insoportable confianza que años atrás me confirió su madre. Katy tenía razón: había llegado el momento de olvidar a la ballena negra. El último episodio relacionado con Samuel Kramer ocurrió una tarde en que yo no hacía otra cosa que fumar de cara a la ventana, viendo el parque de la Bola y los niños que patinaban en torno al mundo en miniatura. El cielo lucía limpio. Al fin habían terminado los incendios forestales. Un ruido susurrante me hizo volverme hacia la puerta. Alguien había deslizado un sobre en el departamento.

Adiviné el contenido por el peso. Abrí el sobre con sumo cuidado. Junto a los dólares, había un recado de Gonzalo Erdiozábal: "Los compañeros de la ONG me piden que aceptes esta compensación por habernos ayudado".

Media hora más tarde, el teléfono sonó veinte veces. El aire se cargó de la tensión de las llamadas no atendidas. Pero no contesté.

Juan Villoro (México, 1956) es autor de El disparo de Argón y La casa pierde (Alfaguara).

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