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Dípticos en Elgóibar

JOSU BILBAO FULLAONDODentro de su programa anual de actividades, el colectivo Ongarri de Elgoibar acaba de inaugurar este pasado jueves una exposición de Santos Montes (Santander, 1949). Se trata de una serie de Dípticos donde una de las fotografías es primer plano de un personaje, estrictamente un retrato, y la segunda recoge un momento que representa un aspecto de lo que podría considerarse su más estricta intimidad. Esta escena, en la mayor parte de los casos, corresponde a situaciones donde domina el erotismo y la sensualidad, aunque la oferta puede variar hacia otros territorios donde se presenta la ternura e, inevitablemente, la fantasía. El impacto está garantizado; por momentos cuesta aceptar la evidencia. Puede resultar un ejercicio arriesgado, pero el temple del realizador de las tomas garantiza una combinación sabrosa, donde los aspectos formales dejan paso a un estallido de interpretaciones envueltas por un morbo pecaminoso de sabor agridulce.

Santos Montes inició su carrera creativa entre Orio y San Sebastián. En 1993 se trasladó a Barcelona, donde actualmente trabaja como diseñador de moda y prepara sus series fotográficas. Su amplia trayectoria ha hecho que su obra se conozca en España y en el extranjero. No en vano ha expuesto en Francia y la colección del Museo de Marigame, en Japón, tiene obra suya. Lo que ahora ha traído a Elgóibar lo viene realizando desde hace varios años. En blanco y negro, formatos de gran tamaño (tres metros por uno, el más grande), provocan una fuerte sensación emotiva. Abren escenario para dejarnos participar en la trama. Insinúan la navegación virtual por un espacio, donde las formas se confunden en un claroscuro misterioso. Pero es inútil, no tenemos cabida si no es por la imaginación.

Las imágenes parecen no tener efectos artísticos. Se presentan como documentos donde el grado expresivo pasa desapercibido. Los retratos evitan detalles de contexto que descubran al personaje más allá de sus rasgos faciales. No indican aficiones, gustos, ni preocupaciones de quien representan. La mirada frontal, el eje óptico de la cámara, guarda un anonimato difícil de averiguar. Ofrece una belleza involuntaria, monótona y variada, en una clasificación de tono naturalista. Son documentos neutros, con una transparencia insondable, donde se encuentra el verdadero interés. Las otras fotografías que completan el dúo inseparable, las propuestas de intimidad, están sugeridas por los retratados. El autor no interviene en las poses ni en los movimientos, respeta sus deseos, deja que elijan la imagen que cierra el díptico; añade su técnica y, por supuesto, la idea inicial en este juego de complementos.

Sin encontrar un estilo aparente, cargados de lírica y emoción, estos paisajes humanos pueden llegar a emparentarse, de manera ligera, con las corrientes conceptuales. Pero van más lejos. Llegan hasta el mismo origen de la fotografía. Engarzan con los matices más sinceros de los primeros retratistas. Ninguno de los diez ejemplos que se muestran en la Sala de Cultura de Elgóibar tiene desperdicio, conmueven las entrañas del espectador más curtido. La mujer de ojos negros brillantes, jersey oscuro de cuello en pico, mantiene con tesón su mirada ante nosotros. No puede evitar cierto aire místico y mojigato. Cerrada la boca, sus labios carnosos inician una sonrisa que termina a nuestro capricho. El toque impoluto se estremece cuando en la siguiente imagen se presenta desnuda sobre una cama, acariciando su cuerpo desnudo con las manos.

Tampoco puede olvidarse la mujer con pelo largo y doble collar de perlas al cuello que, desde la hermosura de sus rasgos, traslada su centro de interés a la arena de una playa. Su figura, piernas abiertas brazos en cruz, tumbada a la orilla del mar se deja batir por las olas, que llegan difuminadas como un suave algodón que frota su piel cubierta por una suave blusa blanca, mojada y repleta de insinuaciones. Un vuelo vertiginoso de imágenes de los que dejan huella en la memoria.

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