El paseíto de madrugada IGNACIO VIDAL-FOLCH
Los nervios están alterados, el bochorno provoca en los cuerpos humores de duda, de insomnio, que florecen en la piel como sudor, como un difuso malestar existencial, y de pronto no se aguanta ni un minuto más en la cama, en el piso. Se viste uno y sale a dar el socorrido paseíto de madrugada, ese entretenido baile de los vampiros. Que son multitud si a los vampiros sumamos fantasmas y penitentes. Va cada uno por su cuenta, calle abajo, sin rumbo fijo. El paseante de la madrugada sale a que le dé el aire en una especie de exploración por el filo de la luna, y calcula que al cabo de una hora, fatigado y sudoroso, volverá a entrar en su piso, de vuelta a la cama, pues si prolongase el paseo más allá de lo razonable la mañana siguiente en el trabajo sería un purgatorio. Excentricidad sí, pero con moderación, con moderación. Mediado agosto son muchos, yo diría que miles los ciudadanos que salen a dar el paseíto de madrugada. En la calle descubren a todo tipo de noctámbulos (salvo a uno: el rústico deslumbrado por los neones de colores, las farolas y los reverberos, una especie en vías de extinción junto con las pensiones que le alojaban, me parece que la ciudad resulta ya demasiado cara para él).Se ven chicos que entran y salen de los after hours, claro; el adolescente cabizbajo, ensimismado, de rica vida interior ¡silueta romántica!; la pareja de turistas que consultan el mapa a la luz de la pila nuclear del TibiDabo glaseado; el que pasea el perro, con una expresión facial que pregona escepticismo; el que bajó a fumar un cigarrillo; la joven oriental -china, japonesa o coreana- en cuclillas en un umbral, hablando por el móvil, será que no puede hacerlo en casa, por una u otra causa; los hermanos gemelos andarines -de hecho ya sólo se ve a uno, el otro, me dicen, ha muerto recientemente- que desde hace décadas deambulan a paso de marcha por la calle a todas horas, hacen un alto para beber de una fuente y siguen su eterna fuga: fenómenos barceloneses de sonrosadas mejillas de tuberculosis; el mendigo de aire aplomado que aborda al noctámbulo con el vocativo: "¡Caballero!" y que está cada año más cadavérico, pues vivir en la calle arruina la salud, abrevia la vida, la estadística no engaña y dice que los mendigos no llegan a viejos pero éste, ¡caballero!, lleva camino de conseguirlo, pasito a pasito, paseíto a paseíto de madrugada; el paquistaní con su ramo de claveles o rosas rojas que no ha logrado endosar, aunque los restaurantes ya han cerrado está condenado a seguir andando hasta la última flor; los barrenderos, basureros y aguadores, tan dinámicos; la pareja de policías de la esquina, apoyados en el capó del coche con el que van "apatrullando la ciudad"; el orate que ha olvidado su propio nombre y salmodia una letanía de improperios y maldiciones; los sin techo durmientes en los bancos, en las oficinas bancarias, en los portales o en la misma acera, sobre alfombras de cartón; el "loco avestruz" de la canción de Ricardo Solfa. Detritus de la vigilia solar, santa compaña de los que un día rechazaron o se les negó la cárcel de nuestras convenciones pero allá donde van llevan consigo esa otra cárcel de la que no hay forma humana que se libren, ¡y en ellos cuán visible es, cuán evidente! Pero ha pasado el tiempo, muy rápido, es hora de acabar el paseíto.
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