Salmonetes
Con unas gafas y unas aletas son fáciles de descubrir. A menudo, incluso se acercan a nosotros, y se sitúan justo debajo de nuestros pies, para aprovechar ese movimiento de arena que sin querer hemos producido, y capturar pequeños crustáceos y anélidos. Es una delicia observarlos, el cuerpo formando un ángulo de 45 grados con el sustrato, con sus barbas removiendo finamente la arena, como si fueran los instrumentos de un arqueólogo que limpia con presteza una pieza de extraordinario valor. Es tal la celeridad y el éxito que consiguen con sus barbillones, que con frecuencia les acompañan otros peces -como palayitas o pequeños espáridos- que se sitúan justo al lado, para participar de un festín común. Sería justo decir que la barba hace al salmonete; sin duda gracias a esa estructura insólita, dotada de un tacto de cirujano, el salmonete se alimenta de los más sabrosos manjares, lo que a su vez le convierte en uno de los peces más exquisitos de nuestras costas. Y, sin embargo, su nombre se debe, como es bien sabido, a su color salmón; color -todo sea dicho- que toman mientras mueren. El rojo carmesí del salmonete es el resultado último de la asfixia, como acaece en muchos otros animales del mar. En cualquier caso, los romanos apreciaban mucho estos peces, y los tenían vivos en grandes vasos de jaspe y cristal. Durante los banquetes, los entregaban a las damas para que éstas los viesen morir en sus manos, y observasen como mudaban paulatinamente de color. Después eran cocinados y servidos a toda prisa. "Nada más hermoso que la agonía de un múlido" escribió Séneca, que gustaba de las finas enseñanzas de la naturaleza. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenía Brillat-Savarin cuando afirmaba que el destino de las naciones depende del modo en que se nutren!
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