Del futuro al presente Josep Ramoneda
Dicen que toda posguerra genera una ruptura con la realidad: la creencia de que todo es posible. La generación del 68 -la mía- y la generación del milenio -los que ahora tienen 20 años- tienen en común esta fantasía. La película de las grandes ilusiones no tuvo final feliz. Al principio de los sesenta, los rostros de Castro, Kennedy, Jruschov y Juan XXIII parecían componer la promesa de un mundo mejor. Pero Kennedy fue asesinado, en Rusia no eran tiempos de perestroika, la revolución castrista viró al despotismo y la teología del cuerpo místico de Juan XXIII no pudo con la Iglesia. De la desesperada consigna de pedir lo imposible, que era el cohete preferido de la gran fiesta de mayo del 68, se pasaría al escepticismo después de que la crisis del petróleo del 73 y la guerra de Vietnam dieran brusca entrada al principio de realidad. Y aunque España no salió de la sombra hasta el 75, las ilusiones que siguieron a la muerte de Franco fueron absorbidas por la quimera del pragmatismo. Ha sido necesaria otra posguerra -la de la guerra fría- para que de nuevo surja la ilusión de que todo es posible. Con una diferencia: antes esta ilusión tenía clave de futuro, hoy sólo la tiene de presente. Porque en una sociedad en que el consumidor ha desplazado al trabajador todo se exprime en el instante. La generación del 68 pedía la luna, la del milenio, a lo sumo, pide la semana entrante. La generación del 68 estaba incómoda en el día a día que sus padres le marcaban y se creía dueña del futuro. La generación del milenio cree que el día a día es suyo, pero que las cartas del futuro están marcadas.
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