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La mano de los Paíños

Manuel Rivas

P a í ñ o. Un pequeño pájaro de color blanco y negro, el paíño común (Hydrobates pelagicus) vive todo el año en alta mar, excepto en la época de reproducción. Es el ave marina más pequeña de Europa.(Diccionario de Manuel Seco)

La barra del Old Crow medía lo que cuatro hombres tumbados. Aun así, si la mirabas de una a otra esquina, la mano de Castro ejercía para mí un atractivo hipnótico. No importaba que estuviese quieta, abrazando el talle de la pinta de cerveza, o redondeando en el aire una historia de la que de repente se desentendía, como si empezar a contarla hubiera sido un error.

De cerca, también llamaban mucho la atención sus ojos. Eran como un paisaje de nubes y mar, y hasta tenía en el poniente del derecho un sol enrojecido que le lloraba un poco. A veces la mirada se encendía, en una tormenta con mucho aparato eléctrico, y la voz le tronaba.

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Había unos cuantos productos en la química del mundo que le producían alergia. Uno de ellos era la laca de la conservadora señora Thatcher. En aquel tiempo, la primera ministra solía aparecer en el noticiero de las nueve, después de las carreras de caballos, y la clientela del Old Crow, por más que bajasen el volumen y el espectro fuese reducido a mímica, sentía el incómodo azote de un adoctrinamiento equino y que una amargura tibia se apoderaba de la cerveza. Después de años limpiando hospitales psiquiátricos en la zona de Epsom y otros muchos de estimado camillero en el Saint Thomas, filmando con sus ojos acuosos toda clase de dolores por los largos pasillos, Castro se consideraba legitimado para mandarla a la mierda. Pero había otro asunto que alteraba su fama de buen porter, de camillero tranquilo. Algo difícil de detectar para los demás, pero que él captaba de espaldas, y que yo, con el tiempo, pude reconocer. La llegada fraudulenta del pasado. Una forma malsana de nostalgia que, a veces, cruzaba el umbral de la puerta del Old Crow. Alguien, por ejemplo, que cogía al vuelo el dardo de Castro contra la señora gobernanta, y maldecía Inglaterra y el día en que llegó a Victoria Station, a este país de sucios perfumados, comedores de bazofia, hipócritas, que te la meten doblada, fríos y turbios como el Támesis, con más cariño a los perros que a los niños. Así, en confianza, paisano. Que no hay tierra como la nuestra. Un paraíso. Que luego van allí y se ponen ciegos por cuatro duros. Y estoy viendo cómo Castro se encara a la diana del Old Crow, con los dardos de verdad, y los clava en el milimétrico centro, con una precisión inquietante, abriéndose las guías como una flor de cactus.

Me maravilla su mano. Una mano que queda en el aire, vibrando, como si cada dedo fuera una lanzadera unida todavía por un hilo de nervio al dardo. Luego se retrae. Se cierra en un puño vigoroso. Gira con lentitud sobre la muñeca. Y entonces se despliega de nuevo, los dedos tamborileando el aire. La mano es un ser vivo. Es el lugar donde Castro está ahora, sus vísceras latiendo, sus ojos ojeando, sus bocas boqueando. La mano del buceador es un pez nupcial entre guirnaldas de algas, la sombra de la medusa, una estrella de mar asida a la roca, el cazador camuflado que se deja estrechar por la víctima, el pulpo que cree haber vencido hasta verse en cielo abierto, arrancado del agua, teniendo que ceñirse humillado al brazo que lo alza en triunfo. Entre las rocas del pulgar y el índice de la mano de Castro, en la cala de la membrana carnosa, hay tatuados en tinta negra tres pequeños pájaros. Casi miniaturas, de trazo sencillo, como ideogramas chinos. Vuelan en los pliegos de la piel. Cuando la mano se cierra, parecen suspendidos en el aire.

¿Golondrinas?

No, no son golondrinas. Son paíños. La última compañía del marinero.

Cuando el camillero lleva a un paciente por el pasillo encerado, los pájaros del mar silban en las ruedas. Revolotean cerca del rostro del enfermo cuando el silencioso camillero coloca el tubo del suero o dobla la sábana sobre su pecho, ese último gesto de amparo. En los primeros momentos de la anestesia, los paíños ya se han posado sobre las pestañas. Así, el sueño es profundo, pero no abismal. En la inmensidad clínica, cuando sale del quirófano y va volviendo en sí, el enfermo recompone la existencia a partir del tatuaje del camillero.

Pero ahora, Castro recoge los dardos del centro de la diana y se los cede al paisano bocazas y le dice: Te toca a ti. El hombre no entiende bien lo que pasa, pero tira y lo hace de forma bastante torpe.

También con la lengua hay que saber acertar. ¿Dónde coño crees que estás?

Y entonces lo señala con el índice, los paíños volando en picado. No me gusta la gente que viene con un saco de mierda en la cabeza, dice Castro. Métete con el gobierno, como tododiós, pero no maldigas el país que te abre la puerta. ¿O es que tengo que explicarte por qué has venido con una maleta de cartón? Embarcamos en un tren de ganado. No había ni retretes. Tenías que sacar el culo al aire para hacer tus business. En la frontera de Irún, un tipo nos arengó hablando de la gloriosa historia de España. ¡Hacer honor a la patria! ¡Mejor que nos dieran un trago de Felipe II, con lo bien que nos vendría una copa! En las despedidas todos lloramos, sí. Pero, ¿sabes quiénes más lloraban? Los que se quedaban en tierra. Ellos sí que tenían morriña, morriña de no poder marchar. ¡No me jodas! Eso sí, llenaron de oficinas bancarias las aldeas. Y de funerarias. ¡A mí los curas, si me ven, me verán en cenizas!

Se dio la vuelta hacia la barra y pensé que le había amainado la tormenta. Pero era sólo para echar un trago. A Castro tampoco le gustaba que se le calentase la cerveza.

¿Sabes una cosa? Quiero a mi madre, que es lo que me queda allá, quiero a mis muertos, quiero a una casa y a una higuera que ya no están, quiero al mar del Orzán, quiero a mis recuerdos, buenos o malos, pero no me pidas que ame a mi país. Mi país ahora es una camilla y un hospital donde me pagan y me respetan. ¡Éste es mi país!

Dices eso pero no lo sientes, balbuceó el otro. ¿Cómo no vas a amar a tu país?

¿Amar a un país? Castro se miró la mano, como si leyera algo. La voz le cambió, en un tono tranquilo: Se ama a una mujer, a un hijo, pero un país... ¡Qué más da! Déjalo estar. Tómate algo.

¡Por nuestro país, y que cante el mirlo!

¡Y vivan los de la calle de la Mierda!, incordió con orgullo Arturo Regueiro. Los dos habíamos nacido allí, por la Vereda.

Ladbroke Grove arriba, hacia Kensal Rise, me fijé una vez más en la manera de caminar de Castro. El brazo derecho arqueado y la mano semiabierta, separada a una palma del cuerpo, y siempre unos pasos por delante de los demás. De cortavientos, como las aves emigrantes. Su cabeza horadaba el pasillo de la noche. Una botella rodó por la acera. ¡Vuelve llena, querida!, gritó un vagabundo tumbado a la puerta de la funeraria John Nodes. Buen servicio. Elegante carroza, con caja de paredes de vidrio. Caballos con penachos de plumas de avestruz. Me impresionó la primera vez, entre el tráfico, Ladbroke abajo. Un niño a la madre: ¡Caballos, caballos! Ella apuraba el cigarrillo con esa manera de fumar que tienen las madres de las manos ocupadas, parpadeando, tragando y expulsando el humo al mismo tiempo. Sí, hijo, sí. Caballos.

Fíjate en el andar de Castro, dijo Regueiro. Parece el hombre que mató a Liberty Valance.

No, respondí. Es el andar del camillero.

Bueno, tú también eres camillero y vas con las manos en los bolsillos.

Y Jack Sullivan, que venía detrás, zanjó el asunto: Es el andar del que perdió algo.

Continuará

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es autor de ¿Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El lápiz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra está escrita originalmente en gallego.

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