Los familiares ya sólo confían en un milagro para recuperar vivos a sus marinos
Entre tanto, en Moscú, el patriarca Alejo II presidía otro solemne oficio religioso, incialmente pensado para celebrar la canonización del último zar y su familia (ejecutados por los bolcheviques en julio de 1918), pero que a la postre se dedicó también a las víctimas del Kursk. Ayer no era perceptible en Múrmansk la presencia de parientes de alguno de los 118 tripulantes del sumergible hundido el pasado sábado en el mar de Barents. La gran mayoría de ellos ni siquiera está aquí, sino en un barco hospital anclado en Severomorsk (base de la flota rusa del Norte) o en la ciudad cerrada Vidiáevo, así llamada en honor de Fiódor Vidiáev, legendario comandante de submarinos durante la II Guerra Mundial.En una película dedicada a sus hazañas bélicas, Vidiáev, con su nave acorralada en un fiordo por barcos alemanes, da la orden de emerger. Luego, abre la escotilla, sale al exterior y se pone tranquilamente a fumar. El enemigo se queda perplejo y pasivo. Súbitamente el héroe da la orden de inmersión. Su submarino logra escapar del cerco, pero él se hunde en el mar y muere. Konets (fin, en ruso).
Por el contrario, el brusco viaje del Kursk hacia el fondo supuso la sentencia de muerte (aún no confirmada por completo) para sus 118 tripulantes. Los familiares de oficiales y marinos siguen llegando como buenamente pueden a Múrmansk desde diversos puntos de Rusia. Los vuelos que unen Moscú con esta ciudad de más de 400.000 habitantes al norte del Círculo Polar Ártico están completos con varios días de antelación. En el aeropuerto de Sheremétievo, en Moscú, nadie está dispuesto a ceder su plaza, ni siquiera a cambio de cinco veces el salario medio mensual, que ronda las 10.000 pesetas. Para salvar los 2.000 kilómetros de distancia que hay desde la capital, se puede utilizar también el tren, un largo viaje de día y medio para el que también es muy difícil ahora encontrar billetes.
Los parientes de los tripulantes del Kursk se quejan de la falta de asistencia oficial, especialmente en los días que siguieron a las primeras informaciones sobre la tragedia. Resulta humillante para un Estado que aún tiene ínfulas de superpotencia que se haya tenido que abrir una suscripción popular para sufragar los gastos de transporte de los familiares. Por su parte, el oligarca por antonomasia de Rusia, Borís Berezosvski, aseguró ayer que ha conseguido recaudar ya más de 180 millones de pesetas para socorrer a las familias en situación más precaria. Además, el angustioso vacío informativo llegó al extremo de que la lista de quienes se encontraban en el submarino tardó cuatro días en hacerse pública, y cuando eso ocurrió fue gracias a que un oficial aceptó un soborno por revelar lo que inconcebiblemente se guardaba como un secreto militar.
Padres, madres, esposas y hermanos se preparan para el gran funeral, al que seguro que no faltará el presidente ruso, Vladímir Putin, que se fue de vacaciones al mar Negro pocas horas después de que el Kursk se precipitase hacia el fondo del mar. No viajó al Norte, dijo luego, para no estorbar, pero su actitud ha sido objeto de críticas generalizadas, incluida la del dirigente liberal Borís Nemtsov, que la calificó de inmoral.
Entre tanto, los asistentes al oficio religioso que ayer se celebró en Múrmansk encendían velas para favorecer el milagro. Alguno de ellos confesaba que hacía años que no entraba en una iglesia, pero que no quería robar ninguna oportunidad a la esperanza.
Anatoli Safónov, padre de uno de los encerrados en el ataúd de acero de 18.000 toneladas que yace en el fondo del mar de Barents, afirmaba: "Ya no creo que mi hijo esté vivo". Pero su esposa, Liudmila, se enfurece con él. Ha prohibido que se hable de Maxim como si ya no estuviera en este mundo. "Sobrevivirá. Es muy fuerte", sostiene con la única lógica posible para no venirse abajo.
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