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Una canción de verano ANTONI PUIGVERD

1. La playa está desierta. Y el sol está muy pálido. No hace mucho que ha salido: lanza unos rayos del color de la pulpa de limón. A pesar de su bisoñez, dispara directamente a los ojos, en linea recta. De momento, el ataque solar se produce mediante estas inocentes bayonetas. No tardará en caer un intenso bombardeo Un empleado limpia la arena montado sobre una extraña máquina. En realidad, la está planchando. Un hombre le sigue a distancia con su perro de ojos verdes. Un perro blanco y muy peludo, que debe añorar los perennes hielos árticos. Amo y perro dibujan unas precisas pisadas sobre la camisa de la arena: las primeras arrugas del día. Cerca del agua, unos ancianos caminan esforzadamente. Mueven a cámara lenta sus carnes deshilachadas. De vez en cuando se detienen para ensayar unas tablas de gimnasia: levantan los brazos, inclinan con dificultad el torso e intentan, sin conseguirlo, tocar la arena con las yemas de los dedos. Todo lo hacen con extrema prudencia, como si temieran romperse. Al tropel, se acercan unos jóvenes deportistas. Entre los que se disputan la cabeza del pelotón, observo un rictus de dolor. Por un momento, sobre la arena, parecen gladiadores obligados a competir por una victoria que nunca será suya. Convertidos en estatuas, los ancianos contemplan el poderoso avance. Los corredores respiran al unísono, fogosos y humeantes, los torsos bronceados, cintas de colores uniformando sus cabezas. Con expresión sufriente, barnizados por el sudor, parecen esclavos inclinándose frente a unos viejos patricios. Tras de sí, dejan un olor ácido que se mezcla con el perfume salado de la brisa matinal.No hay clientes en las terrazas que rodean la playa. En una de ellas, un chico de nariz aguileña y piel de café con leche está regando las sillas y mesas de plástico, así como un trozo de acera y asfalto. Cuando, finalmente, también las grandes macetas con chamuscadas flores acogen el agua del riego, se produce un falso, aunque amable, olor de tierra mojada, de lluvia recién caída. Cerca de esta terraza, unos jóvenes sudorosos están apilando los periódicos del día. También ordenan objetos en unas estanterías portátiles: cremas bronceadoras, cañas de pescar, sobreros de paja, gafas subacuáticas, patos, cubos y pelotas de plástico. Dos olores se imponen a la brisa: los primeros churros friéndose en un aceite oscuro y el aroma del café que expulsa un bar del que salen un par de municipales barrigudos. Frente a los guardias, pasan unas chicas jóvenes, uniformadas y con la piel muy blanca. Caminan abrazando grandes paquetes de sábanas planchadas y dobladas. Entran en el hotel. El camarero que está barriendo la entrada las piropea. En el vestíbulo, en cambio, un irritado personaje las abronca: en un rapto de furia, tira de una sábana y muestra, gritando, unas manchas con un dedo eléctrico y acusador. Cae la sábana arrugándose contra las blancas piernas de una chica. Las persistentes manchas y las arrugas nuevas se mezclan con las primeras lágrimas del día.

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2. El sol baña tu piel. Es mediodía y la arena está completamente ocupada. Extiendo mi toalla en una mínima parcela, junto a dos treintañeras con los senos al aire que se enfrentan, irritadas, a un par de jovenzuelos. "¡Mirones!". Al parecer, los chicos las han estado incordiando con una pelota de tenis. Con la mirada a la vez sumisa y burlona, ellos las contemplan de cabo a rabo. Cabizbajos, con la cara cubierta de granos y una piel tan lechosa que parece gris. Desvío la mirada hacia el agua. Una vez más, hay ancianos paseando en los márgenes, como si les asustara la quietud de las toallas, como si temieran quedarse definitivamente tendidos. La mayoría de las mujeres están tostadas. Sus tonos de piel varían. Son tonos comestibles: miel, zanahoria, galleta, chocolate con leche. Las más radicales consiguen un color muy parecido al del café cortado. También el tono de muchos hombres es comestible, aunque más radical: algunos están tremendamente coloreados, estilo mortadela de segunda. Es agradable observar cómo se embadurnan las mujeres. Los hombres lo hacen con gestos toscos y enérgicos. Ellas, con elegante paciencia. El ensimismamiento de una mujer dándose masajes con la crema bronceadora es, a la vez, místico y excitante: una imprevista lección de feminidad.

Mientras ellas se tumban, ellos tienden a expresar su tradicional sentido práctico. He ahí un lector de periódicos, con su sombrilla, su butaca plegable y una nevera portátil. He ahí un amante deslizando una y otra vez la mano entre curvas peligrosas. He ahí al clásico latin lover con gafas de espejo y el ángulo del brazo clavado en la arena para mejor promocionar su carnadura. He ahí los espigados adolescentes jugando al voley; y los niños practicando eslalon gigante entre las colonias de toallas. He ahí el culturista con tanga rojo ocupando plaza entre los adolescentes del voley y dirigiendo vistosamente las jugadas; y el gordito del estómago blanco dándole al bocadillo; y un animoso grupo masculino dándole a las palmas alrededor de un potente radiocassete. Mientras ellos actúan, algunas observan: unas chicas rodean el rectángulo del voley cuchicheando, conteniendo sonrisas y aplausos; abuelas y madres controlan, chillando, a los más pequeños, incitándoles inútilmente a salir del agua.

El agua es, aparentemente, propiedad de la infancia. Niños y objetos de plástico hinchable dominan las primeras olas, junto a madres o padres solícitos. Más allá de las aceitosas barcas, un hombre maduro progresa con brazada firme y regular, sugiriendo, quizá, una visión del mundo muy lógica y ordenada. A su vera, algunos expertos nadadores, entre ellos una chica de poderosas espaldas, dejan prodigiosos rastros de espuma. Mar adentro, una nueva manada adolescente coloniza con risas y saltos una plataforma. Con paso de bailarina, entra en el agua una atractiva cuarentona con el biquini de rayas. No muy lejos, otra mujer, más joven, muy generosa de carnes, se ha hundido, gozosa, con los brazos en punta. Sigo la estela de ambas mujeres. Mientras nado, pienso que la playa es la mejor metáfora de la democracia. La playa a todos congrega e iguala. Mezclados y desnudos, en la patria del agua y la arena, las edades se confunden, la fealdad y la belleza se aproximan, los tangas baratos y los bañadores más caros pagan al sol el mismo peaje.

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