El carril de desaceleración
Este pasillo de cipreses que lleva hasta las puertas del monasterio de Santa María de Benifassà tiene suspendidos en su atmósfera los ingredientes de la fórmula cualitativa del Transilium y otros ansiolíticos. No es necesario atravesar la puerta del cenobio para aliviar el alma. El penitente sólo tiene que bajar la rampa de llamas de ciprés con la espalda derecha para recuperar la paz consigo mismo y diluirse en el sosiego que desprende el entorno. Pero llegar hasta aquí no es tarea fácil: se trata casi de una conquista del espíritu.El camino es largo y tortuoso como cualquier purgatorio. Todo conspira para que el viajero no pueda llegar. Tras rebasar la teta gótica de Morella y alcanzar la altura de 1.239 metros en el puerto de Torre Miró, la carretera se estrecha, se llena de baches y se convierte en una serpiente muy enroscada, mientras algunas parejas de buitres leonados toman altura en espiral para localizar mejor la carroña. Si esta serpiente mira al visitante a los ojos, lo más probable es que se despeñe por un barranco turbulento a cuyo fondo se tarda varios días en caer. Ésta es la noticia mala. La buena, es que la caída está amenizada por pinos rojos, encinas, robles, bojes y el beso morado de una planta carnívora: la grasilla. En cualquier caso, el penitente ya es sustrato para setas y trufas. O picotazo de buitre leonado. Nunca se sabe qué es mejor.
Pero si el peregrino sobrevive a los cepos y a los desprendimientos de rocas que le depara el lado oscuro de la naturaleza, allí le está esperando este sendero virtuoso para ingresar en la naturaleza en estado puro. Ésta es la zona más aislada y olvidada del territorio valenciano: es nuestra Antártida. Hasta bien entrada la década de los cincuenta no tuvo energía eléctrica ni carreteras. Durante siglos ha permanecido sólo alterada por los altercados de la Reconquista, las escaramuzas carlistas y algún escopetazo maqui. El resto del tiempo ha pertenecido al viento, que aquí es muy indicado para orear la cecina de gamo, y al silencio, apenas desgarrado por el ruido de cañería de los jabalíes, los trancazos de cuerno de las cabras montesas o el gañido de una perdiz desplumada por un alcotán.
En 1233, Jaime I ordenó la construcción del monasterio cisterciense de Santa María de Benifassà sobre el castillo árabe de Beni Hassan. Asimismo, reconquistó la comarca y la cedió al monasterio, hasta que con la desamortización fue abandonado y destruido durante las guerras carlistas, tras haber sido utilizado como hospital y cárcel. Ahora, reconstruido hace pocos años, lo habita una congregación de monjas cartujas de clausura de la orden de San Bruno, procedentes de Italia, que tratan de ganarse un edén que en realidad está allí fuera.
En el interior de este carril de desaceleración se alcanza la espiritualidad de las muelas calcáreas que acorazan el entorno y se logra el límite de resistencia del bosque de hayas más meridional de Europa. Pero no hay cielo sin infierno: Satanás anda cerca con el formato de central térmica, y el azufre que emana por sus tres chimeneas es una amenaza inquietante para este paraíso.
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