Cafetería de hotel IGNACIO VIDAL-FOLCH
Que en una ciudad rendida al turismo, una ciudad de cafeterías inexistentes y bares ruidosísimos, una ciudad en pantalones cortos y sandalias de troglodita... los indígenas no hayan descubierto el refugio de las cafeterías de los hoteles, que son tan numerosos, es cosa singular, llama la atención, es misterioso. Pero mejor para quienes sí han descubierto esos recintos a la vez conventuales y mundanos, recónditos y cosmopolitas, ámbitos espaciosos y en los que el servicio puede ser deficiente, pero casi siempre es pulcro, va de uniforme, luce corbata o pajarita y es puntillosamente cortés.Citarse en la cafetería de tal o cual hotel, del Ritz al Claris, es una costumbre acertada durante todo el año, pero especialmente en verano: es decir, en la estación cuando el clima y el hacinamiento de los lugares más públicos y notorios y la visión inevitable de tantos varones adultos que, so pretexto del calor, han renunciado a cumplir con el imperativo categórico de la corbata y la americana en beneficio de prendas dudosísimas (en lo relativo al pudor), más desmoraliza y abruma al ciudadano cabal.
En este elogio de las cafeterías de los hoteles -que el lector llevaba tanto tiempo esperando- nos abstendremos de glosar la sensación de viaje por transferencia o cuando menos de extrañamiento indoloro que parece provocar esta clase de hábitat, donde todo son extranjeros ociosos y gente de paso, el síndrome emmène-moi au bout du monde que padeció Blaise Cendrars y que ha dado razón de escritura a libros como el de Saint-Phalle sobre los hoteles literarios. Pues ya se sabe que un hotel es un balcón sobre la existencia, y está muy socorrido compararlos con paquebotes navegando en la noche, trasatlánticos iluminados, etcétera, y no son estas imágenes románticas lo que nos interesa aquí. Con o sin efecto transferencia, lo cierto y lo importante es que las cafeterías de los hoteles suelen estar amuebladas como salones antiguos, con abundancia de butacas y divanes, tienen sistema de aire acondicionado y no huelen a calamares fritos y a pudridero de gambas como el resto de la ciudad.
Lo más gracioso es que aunque en el hotel se alojen centenares de turistas, aunque el vestíbulo hierva de ellos, en la cafetería no hay apenas peligro de encontrarse con ninguno: pues Otto y Frida, de Hamburgo; Yukio y Yoko de, Tokio; Peter y April, de Illinois, y sus respectivos grupos de atorrantes, no han viajado hasta aquí para pasarse las horas muertas en el hotel. ¡Tienen que ir a sacar fotos de los lugares más pintorescos, a comer paella y a que algún carterista les desplume en La Rambla!
No es que la cafetería del hotel sea el paraíso en la Tierra: muchas tienen conectado el muzak o hilo musical, como en el metro, como en los bares y los trenes (pronto van a instalar línea muzak en la catedral y en el cementerio), qué se le va a hacer si el virus de la ordinariez se cuela por doquier. Aun así las cafeterías de los hoteles son lugares de calma, adecuados tanto para la conversación como para la vida mental.
No tenemos los espléndidos cafés vieneses, ni los casinos de las capitales de provincias, con sus butacas Chester de cuero raído y muelle suelto. Pero tenemos hoteles, y en ellos las agradables cafeterías.
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