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Tribuna
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Ruido y fuego

Las noticias llegaron por la radio y en los periódicos, se hablaba de un submarino ruso hundido cerca de las costas escandinavas, en el mar de Bárens, y recordaban otros sucesos similares: el del sumergible Konsomólets en el mar de Noruega, en 1989; el de un K-8 en el golfo de Vizcaya, en 1970; el de un K-219 en el triángulo de las Bermudas, en 1986.También se hablaba del choque entre dos barcos en el estrecho de Gibraltar; de los nuevos hijos de Madonna y de David Bowie; de la subasta de una pelota de baloncesto con la que Wilt Chamberlain marcó 100 puntos en un partido de la NBA.

Y luego llegaron los datos: uno, sumaba los miles de hectáreas de bosques arrasados en los últimos días, en las catástrofes ecológicas de Valdeorras, en Ourense; las Urbes y sierra de Gata, en Cáceres; Fuente Ovejuna, en Córdoba; el Alt Empordá, en Girona; el parque nacional de Cazorla, en Jaén; o, aquí mismo, en Madrid, los montes de Colmenar Viejo y Navas del Rey.

El otro dato decía que, según los últimos estudios, España es el país más ruidoso de Europa y el segundo del mundo, detrás de Japón. Contaminación acústica y desastres medioambientales parecen dos buenas razones para llegar a la conclusión de que vivimos en un país que no se quiere, ni se cuida a sí mismo.

El asunto del ruido es tremendo, porque se trata de un daño tan devastador como invisible. La ciudad llega a nosotros saturada de coches, autobuses, alarmas, taladradoras, bocinas, martillos neumáticos; la escuchamos justo de manera opuesta a como escuchaba las cosas el personaje de un cuento de Julio Cortázar, un hombre que, al tumbarse en la cama de su apartamento, notaba cómo la escalera de la casa se iba dibujando claramente y peldaño a peldaño en su oído, cada vez que alguien la bajaba o la subía.

Nosotros no tenemos esa visión vertebrada y armónica de la ciudad, sino la contraria, porque lo que llega a nuestros oídos al abrir una ventana o al caminar por una calle es un caos sin forma, un clamor inexplicable y embrollado, una amalgama que sólo se puede describir del modo en que lo hemos hecho: ruido. Sólo eso, ruido.

Qué desastre, ser el país más ruidoso de Europa y el segundo más ruidoso del planeta. Eso es lo mismo que saber que somos los que menos disfrutan del silencio, los que menos posibilidades y menos espacio tienen para pensar, para relajarse, para estar tranquilos; los que no pueden apartar nada, ni aislar ninguna cosa de ese estruendo sin principio ni fin, que vive y crece en nosotros, como un gusano dentro de una manzana.

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Te pones a leer un poema de Lorca y no puedes escuchar sólo a Lorca, no puedes separarlo del jaleo de fuera; te pones a oír a Bob Dylan y se te meten dos ciclomotores y una excavadora dentro de la canción. No se puede huir del ruido, y me pregunto cuántos horrores pueden estar relacionados con ese ruido o pueden ser agravados por él, cuánta crispación, cuántas discusiones, cuántos ataques de nervios, cuánta mala educación, cuántas peleas familiares o entre vecinos, cuántos accidentes de tráfico.

En medio de todo eso, vender muchos coches se considera un gran triunfo, una gran noticia para la buena marcha de la sociedad de consumo. En medio de todo eso, el futuro anuncia más obras, más túneles, más carreteras y más automóviles.

Los políticos, además de irresponsables, son sordos, no escuchan nada más que lo que ellos dicen, de manera que el ruido no les afecta; es más, les encanta: un gran diputado o un concejal útil es el que grita más alto que el diputado o concejal del partido de enfrente.

Con los incendios pasa lo mismo. ¿Qué medidas eficaces se toman para prevenirlos? ¿Qué preocupación real muestran las instituciones municipales, especialistas ellas mismas en arrasar zonas verdes para levantar edificios, y solucionar esta lacra? ¿Cuántos incendios se podrían evitar si estuviese absolutamente prohibido construir en los bosques quemados y el único destino posible de las tierras calcinadas fuera su repoblación?

Qué triste, perder nuestros árboles. Qué triste, ser el país más ruidoso de Europa, el segundo más ruidoso del mundo.

Qué extraño animal, éste que se devora a sí mismo para saciar su hambre.

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