16.000 actores llenan de creatividad y energía las calles de Edimburgo
Edimburgo en pleno festival es un hervidero. La bellísima ciudad escocesa, tranquila y reposada en invierno, tamizada su atmósfera casi siempre por una lluvia pertinaz pero suave, recibe en verano a una multitud de visitantes que, durante agosto, duplican su población, del medio millón de habitantes fuera de temporada al millón en estos días.Un festival de múltiples brazos el de Edimburgo: el International Festival -música, danza, teatro-, el Film Festival -cine-, el Book Festival -libros y escritores, entre ellos Juan Goytisolo, cuya conferencia tiene colgado desde hace días el cartel de no hay billetes- y el famoso Fringe, la razón por la que muchos acuden a la ciudad de Stevenson atraídos por un nombre casi mágico, por uno de los mitos del teatro en la calle. Para muchos de sus seguidores de siempre, The Fringe -algo así como El Marginal en una traducción más o menos libre-, que nació espontáneamente como una alternativa callejera al, en su momento, más tradicional Festival Internacional de Edimburgo, se enfrenta a una crisis de identidad que tiene mucho que ver con un crecimiento que le llevó de los ocho grupos que participaron en su primera edición, en 1947, a los casi 16.000 intérpretes que se subirán a las tablas o patearán las calles de la ciudad en este año 2000.
La frescura de los primeros tiempos (y de otros no demasiado lejanos) se ha visto reemplazada por el interés de los patrocinadores privados por tomar bajo su tutela los espectáculos más comerciales, aquellos que ocuparán las mejores salas, obras en las que no se asume el riesgo de la novedad, las que optarán al Perrier Award. Hasta los organizadores del festival han admitido que el Fringe ha perdido fuerza, se ha ablandado, ha abandonado una buena parte del espíritu fundacional.
El Fringe puede dar dinero, y tal vez por eso los más veteranos se quejan de que los humoristas han ocupado, en los mejores lugares, el sitio que antes se reservaba a las compañías de teatro. Además, han sustituido el anhelo revolucionario de antaño por el acomodo y la complacencia con los gustos familiares, bien es verdad que en un sentido amplio, pues aquí Kate Atkinson se encuentra en los carteles con Joe Orton.
El otro problema también está relacionado con una cuestión meramente pecuniaria. Entrar en el programa oficial del Fringe cuesta algo más de cien mil pesetas -casi cuatrocientas libras esterlinas-, una cantidad que es lo suficientemente alta como para que las compañías más modestas y sus promotores se replanteen si vale la pena una inversión a la que hay que sumar el coste del local y un alojamiento que en agosto en Edimburgo se pone por las nubes -unas 130.000 pesetas por una semana en un piso cuyo precio fuera de temporada baja a la cuarta parte-. Y todo ello, simplemente, por amor al arte. Además, quien no tenga a su lado a un agente capaz de incluirle en lo más vistoso del Fringe corre el riesgo de que el presunto escaparate se convierta en pura frustración.
Son los riesgos de crecer y, sobre todo, de haber demostrado que cuando el arte es capaz de duplicar la población de una ciudad, nada debiera impedir que multiplique también los beneficios de imagen de los patrocinadores. Una vía de financiación obligada ya que los fondos públicos sólo atienden el seis por ciento del presupuesto del Fringe. "¿Habremos creado un monstruo?", se preguntaba Karen Coren -directora de una de las salas más importantes del certamen, la Gilded Ballon- en The Independent al inicio de esta edición. La respuesta la daba el actor Stewart Lee explicando por qué no dejaba de acudir desde hace catorce años: "Soy como un perro que vuelve a su propio vómito". Amargo pero sentimental.
En cuanto a la programación oficial del festival, cabe destacar la aportación del director de escena catalán Calixto Bieito, que tenía previsto estrenar anoche las Comedias bárbaras de Valle Inclán, un montaje para el que ha dirigido al Abbey Theatre de Dublín.
La oferta musical del Festival Internacional de Edimburgo se mueve con inteligencia entre la rareza y el gran repertorio. Ha construido su personalidad con la suma de cada ingrediente en las cantidades justas y eso le permite renovarse a sí mismo, en la medida en que nunca faltarán propuestas de interés entre lo menos trillado. Algo así como un riesgo perfectamente controlado.
Este año, la ópera, por ejemplo, se basa en obras tan bellas como infrecuentes: Le roi Arthus de Chausson, Pénélope de Fauré, Genoveva de Schumann y Alcina de Haendel, esta última en una producción de la Opera de Stuttgart y las dos primeras en versión de concierto.
Como títulos más habituales, La clemenza di Tito de Mozart -con Ian Bostridge en el papel titular y Lorraine Hunt como Sesto- y El oro del Rin, de Wagner, comienzo de una Tetralogía que se irá completando en años sucesivos y de la que serán responsables Richard Armstrong en lo musical y Tim Albery en lo escénico.
Uno de los talismanes del festival es András Schiff. El pianista húngaro, siempre imaginativo en sus programas, se rodea esta vez de un grupo de amigos -el tenor Peter Schreier, la soprano Juliana Banse, el barítono Thomas Quasthoff, el violonchelista Miklós Perenyi, el oboe Heinz Holliger- y de su mujer, la violinista Yuuko Shiokawa, para ofrecer una serie de recitales en torno a la música de cámara de Robert Schumann. Christian Zacharias negociará, como solista y director, con la Orquesta de Cámara de Escocia, todos los conciertos para piano y orquesta de Mozart en siete sesiones. Una de esas empresas que consagrarían a un intérprete que lo necesitara -no es el caso de quien es ya uno de los mayores mozartianos de hoy-.
Dos viejas glorias acuden a Edimburgo para demostrar cómo se hacen los grandes clásicos: Kurt Sanderling con la Orquesta Philharmonia y Günther Wand con la de la Radio de Hamburgo. A su lado, un par de homenajes: Pierre Boulez y Sir Charles Mackerras celebran sus setenta y cinco años. El primero dispondrá de una serie de conciertos -Boulez 2000- con la Sinfónica de Londres en los que repasará la música del siglo XX de Mahler a Benjamin, pasando, ni que decir tiene, por sí mismo. El segundo dirigirá en tres sesiones a la Filarmónica Checa, una orquesta que lleva en el corazón este viejo discípulo de Vaclav Talich que habla con perfecta fluidez la lengua de su maestro.
En el capítulo de la danza, la presencia del New York City Ballet y del Nederlands Dans Theater garantizan una calidad altísima. El primero rendirá homenaje a Balanchine, cuyas coreografías estarán flanqueadas por las de Peter Martins y Jerome Robbins.
Los holandeses presentan los tres niveles en que se divide la compañía, desde los más jóvenes, todavía en periodo de aprendizaje, hasta las figuras consagradas.
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