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Artillero, dame fuego...

La era del cañón festivo entra en su octavo año, por no decir en su octavo estruendo. Esta tarde, la detonación volverá a inaugurar la Semana Grande con toda la pólvora y el trueno necesarios, porque declararse en fiesta necesita estrépito. Y que nadie se extrañe que pudiendo ensordecer con otras cosas, por ejemplo bombos, se haga con bombas. Porque, para empezar éstas -a diferencia de las de los matavidas y aguafiestas- no llevan más que fragor y humo. Además, se sabe que el simpático instrumento ya fue utilizado en épocas pretéritas de la ciudad para ruidos también civiles. Dionisio de Azkue, por otro nombre Dunixi, recuerda que los mediodías donostiarras solían ser anunciados por un cañoncillo instalado en la plaza de Guipúzcoa cuyo disparo "señalaba cada día con la precisión rotunda de su estampido, el paso del sol por el meridiano donostiarra, anunciando al mundo la posición de la ciudad en el tiempo y el espacio".De modo que ya sólo por eso, por que el mundo sepa cuál es el paradero espaciotemporal de Donosti, quedarían justificados todos los cañonazos. Salvo porque también se lo recuerdan a quien lo sabe. Quiero decir que quien los oye de continuo acaba harto, como acabaron los vecinos del reloj explosivo que no dimitieron de su empeño hasta conseguir otro más inocuo en materia de retumbares. Pues bien, al cabo de ocho años de bombardeo uno empieza a sospechar si no serán demasiados. Porque, de acuerdo, suena el cañonazo en el grotesco castillejo importado de Disneylandia y los invitados de turno -en este caso una patulea de niños saharauis que no sé yo si no tendrán metido en el cuerpo el miedo de las bombas de la guerra con Marruecos, con lo que a lo mejor les revivimos sus peores pesadillas y se los devolvemos traumados, ¿o sería mejor decir tronados?- comienzan a cantar eso del artillero, el fuego, la boda y el pastelero sólo para que cuando la gente, confiada, se ponga a corear el estribillo, venga el polvorista y le dispare por sorpresa una traca que corta la respiración a los mayores y revienta los lacrimales de los más pequeños.

Para entonces la fiesta ha derivado hacia la Gran Consolación, sin que tuviera que hacerlo ya que se supone que la comparsa de gigantes y cabezudos tenía que venir al quite relevando a los artilleros de opereta. Pero como tardan tanto, quizá por no poder abrirse paso entre el humo y los espesos restos de ruido, el respetable acaba por marcharse con el sentimiento de la frustración apretado en el pañuelo junto a los mocos de los críos. Y digo yo si en vez de tanta traca no podría concentrarse todo el ruido en un solo disparo aunque hubiera que poner un cañón inmenso, sobre todo porque se podría entonces meter dentro un Hombre Bala que podría sobrevolar Alderdi Eder en tanto la multitud entona las bodas del dichoso pastelero. Y si no un Hombre Bala, un dignatario cabalgando la bala del cañón, como hizo el barón de Munchshausen y podría hacer nuestro aguerrido alcalde que iniciaría así la fiesta pidiendo, solemne y deportivamente, "Artillero, dame fuego..."

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