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Adiós a todo eso

PEDRO UGARTEEl verano tiene su propia retórica en países desarrollados como el nuestro. El verano representa el sol, la pereza y la siesta. Todo el mundo pacta con su propia realidad y acuerda unas cuantas semanas de tregua. La vida simula ser distinta a como es habitualmente y todos nos entregamos animosamente al juego, persuadidos de que, al fin y al cabo, no hay muchas oportunidades de jugar.

Los pesados fardos de los que se libera el común de los mortales son los siguientes: obligaciones laborales (a menudo también familiares), maneras costumbristas, horarios circunscritos al deber, monotonías diversas, atonías, rutinas y tristezas. Ni siquiera hay garantía de que el verano nos obsequie con la felicidad, pero al menos los contratiempos que en este tiempo se producen suelen ser distintos a los del resto del año: residencia en aeropuertos, apartamentos alquilados (con vistas al mar) a varios kilómetros del mar más próximo, rebeliones familiares, paellas infamantes, descomposiciones intestinales, en fin, una variada gama de aventuras que, al menos, representan en el conjunto de la contabilidad del ejercicio una rigurosa novedad. Incluso los padecimientos tienen otro sabor cuando son distintos a los habituales. En verano, pase lo que pase, siempre pasa de un modo original. Todo eso facilita experimentar a lo largo de estas semanas una especie de catársis.

"El trabajo libera" era la lúgubre leyenda que figuraba a la entrada de algunos campos de concentración de los nazis. La expresión era un sarcasmo, una mentira, incluso para la depravada, pero laboriosa, actividad de los guardianes. En cambio, bien es verdad que "el verano libera", o que al menos libera en cierto modo. Cargamos con nosotros mismos, pero dejamos atrás algunas de nuestras obsesiones, algunos de nuestros fracasos y complejos. A menudo es la propia distancia geográfica la que facilita esa curiosa escapatoria.

Todas estas condiciones, tan comunes a los ciudadanos de países como el nuestro, tienen sin embargo en Euskadi un paradójico añadido: durante las vacaciones los vascos huimos de nuestras obligaciones y trabajos, pero también huimos de nuestro país. La sangre puede estar pisándonos los talones, los transistores denunciarán (incluso mientras subimos la escalerilla del avión) que ha habido un nuevo atentado, un nuevo muerto, una bomba lapa, un disparo en la nuca, en definitiva, una mierda. Pero ya estamos comprometidos a partir y la azafata, con un amable, pero al mismo tiempo apremiante gesto, nos invita a entrar por fin en el avión.

Los demás se deshacen de su condición de ciudadanos, pero lo nuestro es aún mejor: nos deshacemos del paisito, de la condición de vascos, de nuestros atávicos problemas. Ponemos los pies en polvorosa y atrás queda la patria, atrás quedan los partidos, las mesas y los foros, atrás quedan los amenazados, los extorsionados y los asesinados.

Y los asesinos. Atrás quedan hasta los asesinos.

Atrás quedamos nosotros mismos, nuestra propia opinión sobre el problema nacional, los amigos con los que discutimos y los hijoputas con los que nos enfrentamos. Desistimos, por unas cuantas semanas, de ser lo que siempre somos, lo que hemos sido y lo que seguiremos siendo a la vuelta. Para los vascos, el verano no es tan sólo una huida laboral. Se trata de una auténtica huida metafísica. Podemos olvidarnos incluso del asco y de la degradación moral, de la ineptitud política y de la apatía ciudadana; podemos olvidarnos de tirios y troyanos, incluso del tirio o del troyano que cargamos en el fondo de nosotros cada día.

Bendito verano incluso en eso. Por unos días, irnos con viento fresco. Desistir de seguir siendo nosotros. Abstenernos de representar nuestro propio personaje (ése que habla, y que se lamenta, y que vota siempre, más o menos, en la misma dirección). Nadie debe sentirse culpable por tomarse unas vacaciones de sí mismo y dejar de ser vasco algunos días. Hasta es posible que recuperemos fuerzas para cargar de nuevo con nuestra secular identidad. Huir sin ningún sentimiento de culpa y sin ninguna clase de aprensión moral: porque aún habiéndonos quedado, qué demonios, nada iba a cambiar.

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