Wagner vuelve a Salzburgo con un "Tristán e Isolda" decorado por Arroyo
Qué hace un título políticamente tan marcado como Tristán e Isolda -favorito de Adolf Hitler junto con Los maestros cantores- en el Festival de Salzburgo de la resistencia frente a Haider, según ha dado en bautizarlo su director, Gérard Mortier? De entrada, amortizar costes de producción. Se trata, en efecto, de un montaje caro que se pudo ver en el Festival de Pascua de hace un año. Sin que el público, por cierto, apreciara demasiado sus virtudes al decir de las crónicas: la dirección escénica de Klaus Michael Grüber y los decorados del pintor Eduardo Arroyo provocaron una rotunda contestación.En su estreno en el ciclo de verano, el sábado pasado, las cosas han ido de muy distinta manera. En parte porque, según la costumbre, los responsables escénicos no salen a saludar cuando se trata de una reposición, y eso ya quita muchos números al pataleo. Pero en parte también porque las producciones tienen vida propia, evolucionan, y con ellas lo hacen también, muchas veces, los criterios del respetable. Lo cierto es que este Tristán e Isolda ahora no ha obtenido más que encendidísimos aplausos.
Por de pronto, respecto a la anterior convocatoria, han cambiado el director musical y la orquesta. Si entonces fueron Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín los encargados de insuflar vida a las desdichas amorosas de los dos amantes, ahora Lorin Maazel y los filarmónicos vieneses han tomado el relevo. La cuestión se inscribe en los desencuentros registrados este año entre Abbado y Mortier (el primero, además de director, responsable de la programación del Festival de Pascua). Como en el caso del huevo y la gallina, no se sabe si antes fue el desagrado que provocaron en Abbado los bocetos de Hans Neuenfels para el Così fan tutte que también debía dirigir o las condiciones de trabajo impuestas por la formación orquestal austriaca. Resulta que Abbado pretendía trabajar en ambos títulos con músicos fijos para no tener que estar repitiendo una y otra vez las mismas indicaciones de partitura. Pero ante esa pretensión se alzó el poderoso sindicato filarmónico diciendo que la rotación ni se tocaba, que había unos turnos de trabajo que respetar. Lo tomas o lo dejas. Y Abbado lo dejó.
No está aquí el colega Ángel Vela del Campo para establecer comparaciones con mayor conocimiento de causa, pero a cara o cruz diría que con este cambio no se ha salido ganando. Cuidado: estamos hablando de dos orquestas como la Filarmónica de Berlín y la de Viena, y de dos directores como Abbado y Maazel. Los pesos y medidas utilizados en España en materia orquestal está claro que no se corresponden con los de aquí. Pero si Vela hablaba de "climas apasionados de una enorme fuerza poética" en el caso de Abbado, en el de Maazel es de rigor contener los superlativos: puede serlo todo menos un hombre marcado por la pasión. Lo cual no quita que sea de un rigor tanto o más elevado que el del propio Abbado: la precisión con que administra todas y cada una de las entradas es propia de alguien que lleva la partitura muy dentro. De Maazel cabe destacar, además, la elegancia en los portamenti, esa capacidad para que el sonido circule de una frecuencia a otra sin fisuras, en un envolvente y bien calibrado continuo. Sin duda, su formación violinística tiene mucho que ver con ello. Y si Vela valoraba la cuerda berlinesa por encima de las demás familias, en el caso de los vieneses sobresale la madera, que tanto peso gana hacia el final de la obra.
Ahora bien, en cuanto al reparto vocal, y siempre a tenor de lo que Vela escribió en su momento, la moneda ha caído de la parte de quien les escribe. O sea, que hay justicia. Deborah Polaski, que estos días incorpora a Cassandra en Les troyens de Berlioz, ha cedido el papel principal nada menos que a Waltraud Meier, la cual, con escaso margen de error, cabe considerar como la mejor Isolda del momento. Una gozada, un dechado de fuerza que nunca descompone la línea, una capacidad fuera de lo corriente para atravesar la espesa trinchera del foso y llegar cristalina a los oídos de los espectadores. Su aria de amor y muerte del final dejó literalmente en suspenso al personal, que no se atrevía a arrancarse con el aplauso. Cuando lo hizo fue el delirio, una ovación prolongada y de calidad.
A última hora cayó también del cartel Ben Heppner, el tenor del Tristán de Pascua, y fue sustituido por el estadounidense Jon Frederic West. Se trata de una voz bella y bien timbrada, pero de las que hace sufrir: no siempre consigue superar los tremendos embites orquestales. Incluso, por momentos, da la sensación de que va a sucumbir, aunque eso, por fortuna, nunca llegó a pasar. Escénicamente se mueve fatal, y en el segundo acto, el del gran dúo, se mantuvo constantemente fuera de foco. Pero en este aspecto hay que ser piadosos, pues la parte le fue adjudicada de forma precipitada. El resto del reparto era el mismo que el de la ocasión anterior, de manera que nada se descubre con decir que Matti Salminen compone un rey Marke de excepción y que Marjana Lipovsek (Brangane) y Falk Struckmann (Kurwenal) se adecuan perfectamente a sus respectivos cometidos.
En cuanto a Wagner en Salzburgo, que era por donde habíamos comenzado este artículo, su presencia en las programaciones resulta altamente significativa. Contrariamente a lo que podría suponerse en un festival de esencias tan germánicas, el vendaval de Bayreuth no le afectó hasta entrada la década de los treinta. Mozart, Gluck, Webern y Richard Strauss, uno de los padres de este evento cultural que echó a andar en 1920, se encargaron de cerrarle el paso.
No fue hasta 1933 que el festival incorporó una ópera escenificada de Wagner. Tristán e Isolda, precisamente. A la batuta Bruno Walter, con dirección escénica de Otto Eihardt. La producción repitió cada año con la misma dirección hasta 1936. En esta fecha se alternó con Los maestros cantores de Núremberg, introducido por Arturo Toscanini, en un montaje dirigido por Hubert Graf, que repitió al año siguiente. Pero la colaboración del maestro italiano con Salzburgo tocaba a su fin: la anexión de Austria por parte de Hitler en 1938 provocó su sonada renuncia y, de paso, la fundación del festival de música de Lucerna en oposición al de Salzburgo.
La antorcha wagneriana dejada por Toscanini en Salzburgo fue recogida por Wilhelm Fürtwangler, el cual repuso Los maestros cantores, ahora en la versión escénica de Erich von Whymetal. Un dato más a añadir a las acusaciones abiertas contra el director alemán al terminar la guerra por calaboracionismo nazi, del que salió librado tras probarse que había ayudado a huir a varios músicos judíos de la Filarmónica de Berlín.
Con la desnazificación, Wagner desaparece de Salzburgo. Lo hace con la misma celeridad con la que la ciudad borra sus heridas de guerra, hoy irreconocibles paseando por sus risueñas calles. De Thomas Bernhard, que en su autobiografía narra el horror que vivió Salzburgo durante la guerra, no parece haber una memoria viva. Sólo una humilde calle en Lehen, un suburbio al que no llegan los glamourosos ecos de los conciertos, lleva el nombre del escritor que vivió desde pequeño en la ciudad. Bernhard cuenta que los túneles excavados en la roca del Mönchsberg y el Kapuzinerberg, dos montañas que flanquean la villa, fueron construidos a sangre por prisioneros polacos para refugiar a la población de los bombardeos. Hoy, esos túneles han sido convertidos en aparcamientos en los que potentes vehículos aguardan a que sus propietarios acaben de escuchar Tristán e Isolda.
La época de Herbert von Karajan, miembro del partido nacionalsocialista desde 1933 y nunca arrepentido por ello, fue paradójicamente la que marcó el olvido de Wagner en la villa natal de Mozart. A partir de 1957, Karajan abrió el repertorio fundamentalmente a Verdi, de quien ese mismo año programó Falstaff. Con anterioridad, la ópera italiana había hecho alguna saltuaria aparición, pero fue él quien se encargó de consolidarla: legendarios han quedado ya en la historia del festival su Trovatore de 1962, el Don Carlo de 1975 o el Falstaff de 1982, sin contar con las oportunidades que ofreció con este repertorio a otros directores como Sawallisch o Riccardo Muti. Karajan murió en julio de 1989 mientras preparaba otro título verdiano, Un ballo in maschera, finalmente llevado a escena por Georg Solti.
El regreso de Wagner a los escenarios salzburgueses, tras su repetida presencia en los años treinta, se debe, pues, al progresista Gérard Mortier, un hombre que ha proclamado "la resistencia" frente al totalitarismo representado por Haider. Tal vez quepa ver en ello un signo positivo de que las grandes obras del pasado progresivamente van desvinculándose de los usos aberrantes que hicieron de ellas determinados regímenes políticos. Aunque igualmente legítimo a la vista de todos estos hechos puede resultar pensar lo contrario. Conviene mantenerse vigilantes en cualquier caso.
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