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Tribuna:Viajes
Tribuna
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El tiempo lento de Sanlúcar

Será, quién sabe, que va volviéndose uno melancólico, que va cogiéndole desconfianza al futuro, pero el caso es que cada vez se encuentra uno más sosegado y más dentro de sí en esas ciudades levemente anacrónicas por las que el tiempo parece pasar con lentitud, obediente a un almanaque distinto, sin vértigo ni violencia, con el ritmo pausado de un ciclo sin principio ni final.No me refiero a esas ciudades pedregosas y monumentales en las que sus vecinos podrían llamarse don Ramiro o, en el peor de los casos, don Mendo. No se trata -desde luego que no- de esas ciudades llenas de mesones con gallardetes y antorchas. Tampoco se trata de esas ciudades repletas de vestigios gloriosos, ruinas arrogantes de sí mismas, milagrosamente en pie. No se trata de eso, ya digo, sino de esas ciudades que nos proporcionan un levísimo viaje hacia atrás en el tiempo, esas ciudades que nos sugieren una casi imperceptible experiencia parapsicológica: la sensación de hallarnos en un presente desincronizado con el presente universal... Y no sé si me explico del todo, con esta especie de metafísica parda para turistas, pero, en fin...

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Manzanilla junto al mar Isidoro Merino

Sea como sea, al poco de llegar a Sanlúcar de Barrameda tiene uno esa sensación de desfase temporal, de haber dado un paso atrás en el presente no para salir del presente, sino para entrar de lleno en él: para apreciar el incesante bullir de la vida cotidiana, para notar el fluir del tiempo en nuestra conciencia, para advertir con nitidez el transcurso del instante fugitivo...

Por las calles blancas de Sanlúcar ve uno a gente que con reposo resuelve sus faenas y que con serenidad administra su ocio, pues es ciudad cadenciosa en que ni siquiera los comerciantes expresan impaciencia, en que los camareros jamás confunden prisa con barullo, en que los paseantes van muy calmos, en que los desocupados beben con decoro y parsimonia, en las tabernas profundas, el vino de la tierra, que requiere igualmente un ritual de lentitud.

Llegas a Sanlúcar, en fin, y te parece que has logrado escapar de alguna parte, quizás del mundo mismo, pues todo allí parece mantenerse en su esencia: el paisaje urbano, con su dignidad de pueblo armonioso, levantado generación tras generación sin faraonismos ni ventoleras estéticas, con sus largas calles de fachadas de cal, sus forjas de sobriedad monástica, sus palacios casi secretos, vueltos al interior; se mantiene allí en su esencia el sentido sagrado de los frutos de la tierra y del mar: los regalos del mundo, el obsequio de un dios, pues se advierte en las gentes el respeto por lo obtenido con el trabajo de las manos, en pugna con los albures de las cosechas y de las mareas; se mantiene allí en su esencia la crianza del vino al que llaman manzanilla, en esas bodegas altas y hondas en que la enología parece un nombre en clave de la alquimia, pues todo además suele estar impregnado de neblinas y tinieblas, de luces fantasmales, en esas bodegas que algo tienen de catedral lóbrega y algo también de cueva de mago.

Se mantienen en su esencia, en Sanlúcar, muchas cosas, porque bastante tiene aún de ciudad fenicia, de medina árabe, de pueblo veraniego decimonónico cruzado por automóviles de neumáticos blancos... Y, al fondo, frente a Bajo de Guía, en la desembocadura turbulenta del Guadalquivir, el Coto de Doñana, con su silueta de espejismo edénico, de paraíso extravagante caído sobre el mar.

"¿Cuántas tabernas habrá en Sanlúcar?", se pregunta uno tras haber pasado por la puerta de treinta o cuarenta de ellas en apenas un rato de paseo. Y se contesta uno: "Miles", y la exageración resulta sincera, pues por todas partes las hay, más toscas y sombrías unas, más adecuadas a los tiempos otras, meros cuchitriles humeantes algunas, con sus carteles taurinos amarilleados por el tiempo y por la nicotina quemada.

Y allí, de nuevo, el ritmo pausado del vivir: gente que bebe un par de cañas de manzanilla mientras habla de las cosas del mundo, ese estupor esférico y renovado cada día, y prueba el guiso de papas con choco, las tortillas de camarones, las galeras recién cocidas o las ortiguillas fritas.

El número de magia que suele ser el atardecer en cualquier parte del mundo se transforma en Sanlúcar en un espectáculo barroco, con nubarrones titánicos del color del coral, de la penitencia o de la sangre flotante sobre un mar de plata hirviente. Y se detiene uno a observar esa atardecida dramática, ese fluir de fantasmagorías celestes, y el tiempo se le revela no como una abstracción, sino como una presencia.

A uno le gusta ir por Sanlúcar de Barrameda, un pueblo a su modesta manera milagroso: una mezcla fascinante de armonía y de caos. Se está bien allí, andando sin mucho rumbo por sus calles blancas, deteniéndose en alguno de sus cientos de bares, en alguna de sus pastelerías, en alguno de sus anticuarios.

Se siente en Sanlúcar el tiempo como un regalo, como algo que uno puede malgastar serenamente en hacer muchas cosas que, en esencia, consisten en no hacer nada: pasear, ver crepúsculos, tomarse un vaso de manzanilla con unos langostinos o con un aliño de huevas o de pulpo, comprar almendras recién tostadas o un canasto de enea, entrar en alguno de sus grandes bazares o en algunas de esas tiendecillas que casi no tienen de nada... Lo que a veces piensa uno que es la vida misma, en fin, como quien dice.

Felipe Benítez Reyes es escritor y fue Premio Nacional de Literatura. Sus últimos libros son la novela El novio del mundo y el poemario Escaparate de venenos, ambos publicados por Tusquets.

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