El amor en tiempo de los dinosaurios (4)
A esa hora el sol restallaba y dentro del baño de hombres la sombra de la María Félix local se proyectaba sinuosa sobre las baldosas, empeñada como estaba en su trabajo de limpieza. La sombra y él formaban un solo cuerpo sólido. La operación de desprender cada pequeña partícula de sangre desafortunada y reseca duró una eternidad, no fue la imaginación de Pedro Ángel Reyes quien la prolongó, innecesaria tanta meticulosidad si sólo de eso se trataba, congregada ella en torno a un objetivo casi invisible, apoderándose de un tiempo manso pero fijo, un tiempo duro. Su fantasía corrió lejos, más allá de la sala de baño, de las casillas, del poeta gordo y del señorito de camisa celeste, más allá de Huixquilucan, del estado de México, de todo el territorio nacional hasta apuntar el cielo mismo. Con una rapidez atemporal, se coló en su fantasía el culo de la güerita, sí, el sabía que el jefe se la tiraba, su compañero de ventanilla se lo contó en la oficina, pero ahora que se aproximaba, la victoria y con ella el ascenso, mujer y puesto podrían ser suyos, desbancar al jefe con esta potencia loca que percibe en sí mismo, irrefrenable y total. Emborrachado de poder y de deseo, tuvo la osadía de estirar su mano libre, la que nunca tuvo manchas de sangre gatuna, y ahí, a su alcance, encontró uno de los pechos de la morena, terso y maduro a su vez, material perfecto, como un durazno en sazón. Los enormes globos de Carmen Garza, aquellos que rozó esta mañana mientras juzgaba que en su demasía estarían a punto de desinflarse, pero qué va, eran los únicos que tenía, no iba a regodearse, atravesaron la memoria del tacto y ante tal comparación la fantasía no sólo alcanzó el cielo sino lo rompió, convirtiéndolo en miles y miles de pedazos.-No tan de prisa, amigo.
Era su voz, siempre comprensiva y atenta, pero con una firmeza recién inaugurada. Levantó los ojos hacia él, sin desprenderse de la mano mojada, y su mirada era de reprobación, sí, no cabe duda, como una madre al niño que está a punto de cometer una travesura.
-No seas así, hombre, ahorita no.
Unos segundos después lo decidió, ya, órale, estás listo, y cuando hubo terminado de secarlo, Pedro Ángel Reyes musitó torpemente que necesitaba entrar al urinario. Recuperando su sonrisa alegre, roja y pintada, ella prometió esperarlo a la salida. La urgencia con que se abrió el pantalón, ya resguardado de cualquier mirada indiscreta, habría resultado patética para uno que ignorara su padecer. Un roce leve, mínimo, le produjo un enorme alivio. No, no se sentía capaz de esperar hasta la noche; cuando Carmen Garza lo rechazó esa mañana, su primer impulso fue encerrarse en el baño y acabar la tortura, como era su hábito, pero lo pensó dos veces y desistió, con un poco de esfuerzo resultaría un verdadero semental esa noche, sólo con un poco de control para con su loca voluntad. Pero ahora ya no aguantaba más, no luego de esa morena, forzosamente única, fuera de todo registro previo, impensable en su anterior existencia. Sí, hace un momento la tocó, la tocó, y no debió pagar por ello.
Cerró los ojos con enorme deleite, ya, comencemos, por fin el delirio abandonará su categoría de espejismo. Y en ese instante, desde la suciedad y aislamiento del urinario, sintió un enorme grito dentro del baño.
-¡Reyes! ¡Reeeyeees!
Era la voz de su jefe, el grito diabólico de su jefe.
-¡Pinche cabrón! ¿Dónde carajos te has metido?
Pedro Ángel Reyes cerró su pantalón en un santiamén y como si lo hubiesen sumergido en un bloque de hielo, olvidó su calentura, dejándola una vez más suspendida. Salió del pequeño cuarto maloliente y recordó de tirar de la cadena para darle verosimilitud a su estadía en aquel lugar.
-Estaba meando, jefe, ¿por qué tanto griterío?
Recordando más tarde el episodio, pensó que por algo el jefe era jefe. Había llegado hace media hora al recinto, encontrando la casilla abandonada, sin representante del partido resguardando el proceso. ¡Qué cantidad de cosas pueden hacerse en media hora! ¿Cuánto "fraude pasivo" puede padecer el partido de un apoderado desertor? Al menos, así lo juzgó su superior, un poco paranoico a los ojos de Pedro Ángel Reyes. ¡Un regalo! Media hora de regalo para sus adversarios, media hora para el poeta gordo, media hora para el señorito arrogante, ¡qué no puede hacerse durante una elección en treinta largos minutos!
¡Cómo fui a confiar en ti, Reyes, si eres y has sido siempre un pendejo!
En su confusa e improvisada defensa, culpó a la morena, que no se divisaba en la puerta del baño como lo había prometido. Que la mano sucia, que la sangre del gato, que vamos con que hay que lavarla, que para qué me la enviaron a dejarme comida. Entonces el jefe lo miró como si su subalterno estuviese alucinando. Nadie le había enviado comida. Ninguna morena tenía órdenes ni de él ni del partido. ¿De qué mujer hablaba Reyes, es que había enloquecido definitivamente? Buscó con los ojos, recorrió el local entero y pues no, no había morena alguna que atestiguara su relato, como si literalmente se hubiese esfumado. También él llegó a dudar de su propia cordura. Y si la morena, la puta esa, dijo el jefe, te hubiese querido demorar más, lo habría logrado, qué duda cabía. Ante esa acusación, Pedro Ángel Reyes guardó silencio. Claro, el otro debía de guardar dentro de sí el olor mismo de la güerita, fácil resulta acusar al prójimo cuando la propia humanidad está satisfecha.
Su única preocupación al despedirse del jefe, ya que éste partía a continuar el control de los locales, fue la esperada celebración de la noche en el partido, no fuera a ser que le retirara la invitación por haberle fallado media hora. ¡Si es que tenemos algo que celebrar, pendejo, volvió a decirle, porque con colaboradores como tú!
Caminó con la cabeza gacha hacia su destino, en miserable confusión. No seas así, hombre, ahorita no. Ésas fueron las palabras de María Félix cuando la acarició. Pero, ¿fue realmente una negativa? Sí, Reyes, te rechazó, no lo disfraces. Sin embargo, las cosas podían haber tomado otro rumbo. ¿Y si ella se hubiese prestado para el jugueteo? ¿Cuánto habría tardado él en volver a su puesto? Qué fácil, cerrar con llave la puerta del baño por dentro, o peor aún, irse. Ella podría haber elegido otro lugar, un "vámonos" calladito y ya, Pedro Ángel Reyes abandonando el local de prisa, dejando todo botado. ¿Y si el jefe hubiese llegado en ese momento, o, no se atreve ni a imaginarlo, al baño de puertas cerradas? El polvo del siglo. Despedido, Reyes, por imbécil. Ni siquiera por irresponsable, no, ¡por imbécil!
Se arruinaba, además, su plan nocturno, tan meticulosamente planeado. ¿Cómo iba a abandonar a Carmen Garza en esas circunstancias? Librarse de ella había sido la primera idea, lúcida y resplandeciente, cuando el jefe le habló y a cambio del trabajito aquel lo invitó a sumarse a ellos, sin ahorrar detalles sobre las expectativas que se le abrirían. Después de eso, cerraron el pacto y empezó el plan: cómo, luego de compartir la noche con la güerita ese domingo, emborrachados de triunfo ambos, llegaría al día siguiente a casa despreocupado, indiferente, como si fuese un hecho usual el no llegar a dormir, y daría comienzo al primer acto: la tortuosa humillación a una Carmen Garza desvelada, temerosa y angustiada.
Todos sus sueños de grandeza abortados, el municipio victorioso, el país entero por las nubes y él, botado en la acera como el gato, sólo por la liviandad de la carne.
Volvió a su mesa a tomar asiento entre sus dos adversarios. Todo estaba como antes, ni una servilleta, ni el envase de vidrio de la botella de Lift, ¿se estaría enajenando? "¡Santas las soledades de los rascacielos y los pavimentos! ¡Santas las cafeterías llenas de millones! ¡Santos los misteriosos ríos de lágrimas bajo las calles!". Le dieron ganas de callar al licenciado Ginsberg, no estaba su ánimo para poemas de bienvenida. Miró hacia su derecha, de donde provenía el fuerte olor del humo de Marlboro, y notó que algo sí había cambiado: la mirada del señorito de camisa celeste ya no era sólo de arrogancia. Se había instalado en ella la socarronería.
Continuará
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