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Estampas y postales

El pequeño Vaticano

Miquel Alberola

El empresario vasco Ramón de la Sota descubrió Sagunto en 1900, cuando diversificó el riesgo de su negocio de minería y navíos en el que había acumulado un notable capital. Llegó a través de la sierra Menera, en Ojos Negros, en cuyo interior había grandes reservas de hierro de alta calidad. Pero para ello tuvo que trazar una linea de ferrocarril desde las minas hasta el Mar Mediterráneo. Allí estaba Sagunto entretenido en la agricultura casi desde el neolítico. De la Sota cambiaría su rumbo.Entonces su litoral no era muy distinto de como lo habían encontrado hacía una eternidad Aníbal y Escipión. De la Sota construyó un embarcadero y unos talleres de briquetas y nódulos, y alrededor del millón de toneladas anuales de mineral pulverulento que hasta allí llegaban para ser exportadas a Inglaterra se fue apelmazando un núcleo industrial y urbano vibrante que con el tiempo derivaría en el Puerto de Sagunto.

Pero la guerra europea de 1914 truncó el ritmo de las exportaciones. Las pérdidas impulsarían a De la Sota en 1917 a dar el paso que rumiaba hacía tiempo: construir un establecimiento siderúrgico. El ingeniero Frank C. Roberts proyectó la factoría con cuatro hornos altos y doce toberas de soplado de viento para producir 300.000 toneladas de acero laminado al año. Pero el sueño de De la Sota se rompió en 1936.

Murió en agosto, con la guerra civil recién abierta, y cuatro años después sus bienes serían incautados y se le impondría una multa de 100 millones bajo la acusación de ser militante y protector económico del PNV y de pisotear la bandera española durante un mitin. La Compañía Siderúrgica del Mediterráneo se convertiría así en filial de su principal competidora, Altos Hornos de Vizcaya, y adquiriría el nombre con el que desapareció en los años ochenta: Altos Hornos del Mediterráneo.

En los años veinte, entre la siderurgia y el pueblo que alzaron los trabajadores, se construyó una urbanización privada de lujo destinada a los directivos, ingenieros y gerentes. Los trabajadores de cuello blanco la designaban la Gerencia. Los obreros la llamaron pronto el pequeño Vaticano, a tenor de lo que oían a los jardineros y las chachas, que conformaban el único vulgo que podía acceder a ese recinto protegido.

En su interior había iglesia, oficinas, casino, pagaduría y residencias familiares y de solteros. Estas casas fueron verdaderas mansiones rodeadas de granados, eucaliptos, nísperos, pinos, plátanos, adelfas y palmeras. Hoy es sólo un Beverly Hills oxidado, un esqueleto que todavía transmite la elegancia de un entorno en el que la oligarquía siderúrgica se ponía pajarita para tomar una copa con el rumor del mar y el resplandor de la colada de acero de los hornos Martin Siemens en el crepúsculo. Ahora los hijos del proletariado luchan para evitar que Aceralia construya bungalós sobre este esplendor que les fue prohibido.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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