Fumando desespero Terenci Moix
Me enviaron tantos y tan emotivos emilios cuando conseguí abandonar los diabólicos ducados, que me dolió la misiva publicada en este periódico por una ciudadana que afirmaba haberme visto reincidir en la ignominia. Mal país éste, donde hay gentes que se precipitan a afear conductas sin esperar a que lo haga el interesado. Si recaí, bastante desgracia tengo, porque mi salud empeoró. Que conste en acta: bajé la guardia, me mortifiqué y juré, como Escarlata, que volvería a Tara limpio y contrito. Y en esto andamos, que es mucho andar para la birria de pulmón que me queda. Y en esto se confirma lo alarmante de mi artículo: al hablar de fumadores nos referimos a verdaderos enfermos, y las tabacaleras son nuestros verdugos. O sea, que pocas bromas.Comprobé que basta un solo cigarrillo para recaer, y un mal rollo para provocarlo. ¡Tan implacable es el imperio de la droga! En mi caso fueron unas horas de soledad encerrado en la habitación del Ritz y un almuerzo suspendido demasiado tarde. Parecerá a algunos que no es razón suficiente. En cualquier caso, recomiendo a los que quieren dejar de fumar: no os quedéis solos ni para un suspiro.
Pensé entonces en las divinas fumadoras del cine de los sábados, las que nos han hecho como somos. De todas esas damas -la Bette, la Stanwyck, santa Ava- sobresale en el recuerdo Sara Montiel cuando fumaba esperando al hombre que más quería. Esa Antonia de La Mancha fue un impacto que no puede explicarse con palabras. Las multitudes se le rindieron sin reservas, y la censura tuvo que inventar nuevas canalladas, porque su munificente escote se saltaba todas las normas. Los esbirros de la censura, ya se sabe, eran capaces de ponerle braguero al Pato Donald y sostenes a Tarzán, pero la furia despertada por El último cuplé no pudieron controlarla. Cierto que en algunas escenas pegaron una gasa al escote de la diva, pero ella, con el simple concurso de un deshabillé, una chaiselongue y una boquilla puso erotismo en medio mundo.
Hace ya tiempo que cambió su antiguo arsenal de seducción por un puro, como si Winston Churchill se hubiese vuelto vampiresa. La reencontré de esta guisa el pasado mes de junio, en un almuerzo con Pedro Manuel Villora, que le está escuchando las memorias. Yo me sentía muy valiente a causa de mi triunfo sobre los ducados de mierda, así que dije: "Tú fuma, fuma, que a mí no me afecta". Y dijo Antonia, con ese deje popular que los años no han conseguido borrar: "No te pongas chulo, que muchos santos cayeron. Y un exceso de confianza en la curación mata más que la enfermedad".
Siguió ella con los puros, y yo seguía con mi cantinela: "Fumad, fumad, que no me afecta". Y juro que así era y así fue durante cuatro meses hasta ese día fatal en que bajé la guardia.
Ella, en sus películas, solía consolarse del engaño de los hombres metiéndose a monja, pero, ¿de qué voy a meterme yo si nunca tuve alma de novicia? La recaída me autoriza a pensar que podría meterme de bufón del reino, pero sería Yorick, aquel cuyo cráneo acarició el dulce príncipe de Elsinor. Porque en cráneo de difuntillo acabaré antes de tiempo si no levanto la guardia a la altura de los antiguos obeliscos. Y que así lo retengan todos aquellos que han tenido la bondad de escribirme.
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