Las huidas imaginarias
El accidente del Concorde en un aeropuerto de París me trajo a la memoria uno de los vuelos más peregrinos que he emprendido en mi corta existencia de pasajero de avión. A Granada también vino el Concorde. Su diminuto aeropuerto albergó durante unas horas un hermoso ejemplar de plata. Fue fletado en 1992 por la Caja General de Ahorros para celebrar el centenario de su creación como un lujoso tiovivo en el que pasear a sus directivos y a unos pocos impositores elegidos por sorteo ante la mirada de un notario.Pero el resultado fue alucinatorio. Pocos viajeros se pueden jactar de haber participado en una aventura semejante. El viaje consistía en partir de Granada a la velocidad del rayo, rebasar la del sonido y volver a Granada en el menor tiempo posible. Alguien podría pensar que para ese viaje no eran necesarias alforjas tan costosas, pero ¿y la emoción de escapar de una ciudad a una velocidad fantástica para estar de nuevo en ella lo más rápido que la técnica aeronáutica permite?
En la memoria aquella escapada ha adquirido la consistencia de un viaje imaginario y Granada, a vista de pájaro, parece una de esas viscosas pesadillas que intentamos abandonar desde la inquietud del sueño sin lograrlo del todo. La muchedumbre se había apostado en el aeropuerto y en los puentes de la autovía y aplaudió a rabiar cuando el avión remontó el vuelo y desapareció como si huyera de una fatalidad, pero aún se mostró más feliz cuando, apenas unos minutos después, el aparato regresó como si nunca hubiera partido.
Un fatalista tomó aquello como la demostración física de que es imposible abandonar Granada, incluso por los medios más veloces ideados por el hombre. Quizá más que un viaje fuera una metáfora. Sin embargo, como prueba de haber participado en aquella fantasía, conservo el diploma que me tendió la azafata cuando bajaba del Concorde como si fuera un héroes y que confirma que aquel día, en el que creyendo que huíamos de Granada en realidad estábamos acercándonos a ella a una velocidad extraordinaria, rompimos sin querer la barrera del sonido.
A muchos les parecerá extraño el tránsito de ida sin vuelta que experimentamos un puñado de elegidos, pero lo cierto es que este tipo de iniciativas concuerdan con ese modo más bien fatuo de afrontar las grandes empresas. Granada, sin ir más lejos, emprendió la semana pasada un viaje hacia los Juegos Olímpicos de Invierno del año 2010 del que sabemos de antemano que regresará con las manos vacías, es decir, irá para demostrar que se puede volver con las mismas inquietudes pero después de malgastar en el camino las energías de un Concorde.
Y en el Albaicín las autoridades van a subvencionar, como un modo de incentivar la vitalidad del barrio, el funcionamiento de dos globos aerostáticos. A setenta metros de altura, en la canasta de un globo cautivo, el visitante sentirá por unas pocas pesetas la sensación de que parte hacia las estrellas sin abandonar jamás el suelo.
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