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Vagancia

Fernando Savater

Ya sé que estamos en pleno periodo de vacaciones y que el artículo que corresponde escribir ahora suele ser de un modo u otro en elogio del ocio, del reposo y de los gozos del repantingarse. Y por supuesto ni en los contentos del verano ni en el invierno de nuestro descontento me apetece lo más mínimo escribir nada a favor del trabajo: ¡he olvidado un poco a algunos maestros del pasado, pero entre ellos no está Lafargue! Sin embargo, quisiera decir algo contra la pereza contemporánea a la que, si bien no considero "madre de todos los vicios" (no quiero honrarla llamándola "madre", porque la pereza se reproduce precisamente por clonación), sí que considero ingrediente principal de algunos de los peores. Ya sé que los perezosos no son nunca grandes criminales: pero son cómplices por defecto de quienes lo son y sobre todo de sus fechorías. Sin holgazanes la tarea de los canallas sería mucho más difícil y sobre todo las canalladas no prosperarían automáticamente.Quiero comentar esta perspectiva porque creo que sigue siendo infrecuente. El último que se ha atrevido estupendamente a denunciar la culpabilidad de la pereza es Arcadi Espada -merecidísimamente premiado ahora con el "Cuco Cerecedo", de periodismo- en uno de los libros menos prescindibles de la temporada y de muchas temporadas: Raval o el amor a los niños (ed. Anagrama). ¿Por qué pudo prosperar en la civilizada Barcelona un indecente montaje criminalizador de inocentes con apoyo de periodistas, policías y jueces? No por deliberada mala fe de quienes contribuyeron a él, sino gracias a su desidia profesional y al dejarse resbalar por la rentable pendiente de la pereza colectiva. Lo cual debe ser explícitamente subrayado dado que, como bien señala Espada, "los crímenes de los vagos han gozado de poca audiencia literaria".

Y es que vivimos una época social que absuelve cualquier manifestación individual de abulia y proyecta toda responsabilidad por los males que nos aquejan a la estructura del sistema o a la perversidad inevitable de "los de arriba". Fíjense por ejemplo en la cuestión del tabaco. Quienes han enfermado por abusos en el fumar culpan a las grandes tabaqueras e incluso encuentran en ciertos países significativa audiencia jurídica a sus reclamaciones de indemnización. La culpa de su exceso es de quienes les incitaban a cometerlo o les proporcionaban el veneno que reclamaban. Ellos, en cambio, funcionaban con el piloto automático puesto, es decir: son inocentes y víctimas. Según lo que desde hace tiempo se hace profusamente constar, "las autoridades sanitarias avisan de que fumar produce enfermedades mortales". Advertencia que sería irreprochablemente exacta si se formulase así: "fumar demasiado puede llegar a matar". ¿Por qué nunca se incluye ni se incluirá ese adverbio cuantitativo? Porque equivaldría a reconocer la responsabilidad de cada cual en el uso o abuso de una sustancia eventualmente peligrosa. Si lo malo es fumar, la culpa será de Philip Morris o de los estados que autorizan la venta de tabaco y se lucran con los impuestos sobre ella. Pero si lo verdaderamente dañino es fumar demasiado (hábito no inevitable, puesto que hay fumadores morigerados) alguna responsabilidad tendrán también en su desgracia los que así se excedieron. ¡Inadmisible suposición! Lo abúlicamente correcto es aceptar que al tabaco no hay voluntad que le resista o le administre y que rodar cuesta abajo es la forma irremediable de andar por las cuestas peligrosas. Eso, o la prohibición y la abstinencia forzosa. ¡Perezosos del mundo, uníos!

Algunos elementos de soñolienta desidia han estropeado también el dichoso informe de la Academia de Historia, pese a la sensatez básica de su planteamiento. No se puede hablar así de las ikastolas, en general, como si fueran una cadena de hamburgueserías en todas las cuales se sirviese el mismo menú. Y para juzgar los textos en euskera es preciso molestarse en aprender euskera o consultar a quienes lo sepan, a fin de poder documentar lo que se afirma: porque ejemplos de disparates megalíticos los hay y abundantes. Por hacer las cosas de manera un tanto "impresionista", es decir basándose más en impresiones que en el esfuerzo de documentarse a fondo, se ha malgastado una buena oportunidad de llamar la atención convincentemente sobre uno de los aspectos problemáticos de la fragmentada educación actual en España. La cuestión no es si la historia admite varias lecturas o sólo una sino cómo evitar que se eduque a los conciudadanos para que sientan la obligación de dejar de serlo en lugar de para que sigan siéndolo en armonía. ¡Pero si hasta Cruyff se ha dado cuenta -y así se lo decía a Valdano en una entrevista publicada en este mismo periódico- de que no sólo se idolatra cada identidad regional y se rehúye la española, sino que tales identidades se definen por su antagonismo frente a otras y sobre todo frente a la idea de algo común compartido! El informe ha suscitado un coro de lamentos hipócritas por la pluralidad vulnerada auténticamente sonrojante. Y ya sabemos lo que es "pluralismo" para algunos nacionalistas: trescientos chicos examinándose en catalán y expulsión para la profesora que entregue un examen en castellano al único que lo solicita. Pluralismo en España y homogeneidad en casa. Al estrépito de tantas protestas, junto a los nacionalistas mismos, se han unido también algunos de sus habituales pensionados. Por ejemplo Ernest Lluch, en un artículo en La Vanguardia, clamaba contra intelectuales como Juaristi o yo mismo que según él exhortamos al Gobierno para que agreda anticonstitucionalmente a las lenguas propias de cada autonomía (¡sic!) . Es paradójico el caso de este Lluch: por falta de riego, siempre mea fuera del tiesto.

Pero quizá la apoteosis de la vagancia colectiva sea el éxito del programa Gran Hermano. De todo lo que actualmente puede verse en televisión, nada exige menos esfuerzo al espectador: cualquier preparación intelectual, cualquier veleidad estética, cualquier sutileza reflexiva sería un obstáculo para disfrutar de él. No se trata de celebrar lo "maravilloso cotidiano", elogiado por el surrealista Louis Aragon, sino la cotidianidad en lo que tiene de estereotipo falsificador de la vida: no gente corriente tratando de interpretar sus existencias en el gran teatro del mundo, sino malos actores interpretando lo que entienden por "vida corriente" los mutilados psicológicos que alimentan su pasividad con la prensa del corazón. Lo único impresionante de los adictos a esta siesta con anuncios es su número: ¡once millones! Más allá de la sociedad del espectáculo de los situacionistas aparece el triste espectáculo de la sociabilidad fingida coram populo, arrollador. ¿Para qué recrear las incidencias profundas de la vida humana real con Stendhal o Dostoievski, para qué meditar sobre ella, si podemos verla pasar con sólo enchufarnos a Telecinco? Antes la popularidad mediática se establecía mirando por el ojo de la cerradura el dormitorio o el wáter de los famosos, para comprobar que ellos también padecen como nosotros; ahora ya nos contentamos con hacer famoso a cualquiera que se deja atisbar por el ojo de la cerradura mientras finge padecer (¡esas repulsivas despedidas cada miércoles, reiterativas en lloriqueos subhumanos!).

"¡Hay que formar una barrera contra la mierda!", clamaba Flaubert. Pero, si la mayoría se pone del lado de la caca, ¿con quién defendemos la barricada? A lo que más se parece Gran Hermano es a un régimen democrático envilecido, el que los políticos se pavonean y fingen naturalidad ante las cámaras, mientras el vulgo se cree "activo" porque elige entre ellos quién se queda y quién se va. Con eso basta para ser políticamente libres, no hagáis nada más. El resto es bostezo. Y a mí también me da mucha pereza acabar esto.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.

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