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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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Las fresas de Holbein

Si me hubieran pagado a precio de jornada laboral de señora de la limpieza el tiempo que dediqué a juntarme con gente no siempre presentable en los bares de noche, a estas alturas podría disponer de unas rentitas que me llevasen a contemplar el futuro con algo más de optimismo. No voy a hacer una colaboración de sociología doméstica, que es a lo que acabamos dedicándonos casi todos, excepto Rafa Ninyoles y, acaso, Lluís Aracil, quien persiste en el empeño aunque por otros medios. Hay que decir enseguida que el esplendor de recintos inaugurales como Capsa 13 o Christopher Bar Lee obedecía a una capciosa mezcla entre las pretensiones de un cierto glamour cosmopolita tomado a título de préstamo y la impronta huertana de muchos de los frecuentadores del prodigio. La tardía movida de la noche valenciana se meció en la cuna de un mestizaje de ocasión. Había lo que había, sin obstáculos para que esa amalgama concitara en su momento el entusiasmo de universitarios de primer ciclo que eran, me parece a mí, los únicos que abonaban sus consumiciones, manteniendo así el negocio durante los fines de semana antes de su inmersión en los negocios verdaderos. Sería injusto no recordar algunos grandes momentos de aquellos ya entonces añosos años. Rafa Gassent desfilando en el Corpus cuando no disfrazado de fallera, Amadeu Fabregat dejando pasar las horas de la tarde haciendo calceta con una concentrada dedicación de la que nunca salieron más prendas que las suyas, Lluís Fernández difundiendo las maldades neoyorquina del primer Lou Reed como resultado visible de sus emociones trasatlánticas, o el malogrado Rafa Ferrando como el Andy Warhol que sueña con parecerse a James Dean, al menos por un día. Lo que no es tradición es copia, y aquí se copiaba a granel. La pose, más que nada.Para los carteleros de la berza -contumaces como el mal aliento, entregados ahora a las alegrías del porno erótico a modo de pasión tardía- aquella faramalla de segunda generación era ni más ni menos la gauche divine, a la que era preciso desmontar desde la sórdida ortodoxia u ortodoncia (y, sobre todo, detestar, porque además es que esa gentuza ligaba más que nadie), de modo que uno de sus garbanceros ideólogos, Pepe Vanaclocha, respondía -está escrito- a un corto de pretensiones iconoclastas con la gran propuesta de una peli sobre el Conde Drácula en la que el dentado protagonista no es ni más ni menos que el capitalismo en persona que, como es lógico a partir de esas desgarradoras premisas, se dedica a chupar la sangre de la servidumbre, esto es, por si hubiera cualquier duda, del proletariado. Una ya entonces revolucionaria ocurrencia que nadie se molestó en tomarse en serio, salvo en la sección Cartas a Espectra del semanario, fantasía de Gandía Casimiro donde se fingía la publicación de cartas de los lectores en función delegada a Viceantonio Vergara. Todos han encontrado la ocasión, al paso de los años, de succionar algo más estimulante. Ya he mencionado antes que en esa época de confusión lo cutre se fusionaba de cualquier manera con el glamour, de modo que el lector es libre de adjudicar una u otra inclinación, o las dos al tiempo, o ninguna, a los nombres en negrita que hasta aquí aparecen.

Al catálogo le falta el estudio que certifique tanto tránsito sin ceder a la sacarina de la nostalgia, pero baretos como Claca o La Torna o Café Fet Exprés tuvieron su importancia como aglutinantes de un desaforado consumo de artístico alcohol, cada uno con sus peculiaridades propias. Claca era el punto de reunión de las gentes del teatro, quizás por su proximidad a los escenarios más céntricos, pero entonces ¿por qué la Cervecería Madrid aglutinaba a plásticos, escritores y poetas, o a santo de qué casi todos acababan la noche en Turat, situado en las proximidades de lo que hoy es el IVAM, en el Tatuaje de su mejor época o en el Montego que brilló algo así como un año en la última esquina de la calle de Roteros? ¿Por qué es mayor la constancia de los bareros que la de sus clientes? Misterios del alma humana. Más literario o más recóndito, el Café Malvarrosa, primero en manos de Tomás March y luego de Toni Moll, ofrecía casi cada noche la posibilidad de una bonita conversación con Paco Brines, de verbo intrincado pero tranquilo, o de encontrarte de frente con Curro Romero, cuando les dio por acreditarse también en la afición a los toros. Ahora ha cerrado L'Aplec, lugar quizás más ilustrado pero algo más confuso, y también Records de l'Avenir, donde tenían lugar las más escalofriantes partidas de dominó que hayan podido verse en esta ciudad. Y lo digo rumiando mi rencor por la de veces que Carlos Trullenque, Pura Duart o su compinche Progreso -sin duda mejor pintor que jugador de dominó- me hicieron tragarme el seis doble como quien no quiere la cosa, especialmente cuando a J. J. Pérez Benlloch se le ocurría hacer una de sus brillantes apariciones de madrugada. Tantas horas en vela para no aprender siquiera a jugar al dominó como dios manda. Qué despilfarro de cosa, de casa, de caso, de saco.

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